Por Marcos Aguinis
Nos hemos referido hace una semana a la febril búsqueda del enemigo en que está empeñada la sociedad argentina. Pero parecemos un cazador que tropieza de frustración en frustración, porque la verdadera presa es muy hábil y evita los golpes y tiros que le lanzamos. A ese enemigo lo hemos identificado sucesivamente con determinados gobiernos, con los bancos, las empresas extranjeras, los políticos. El resultado fue que, en buena medida, "logramos" expulsar de la Argentina a los chupasangre que eran ciertos bancos, empresas extranjeras, inversores varios, pero no a muchos políticos que, por ser patrimonio local, continúan como si tal cosa.
También -desde hace rato- identificamos al enemigo con los intereses del exterior. Pero Enrique Pinti lanzó una arrolladora e iracunda refutación : "Ya estoy podrido de esa explicación, porque otros países, que también tienen al Tío Sam encima, y a cuantos intereses foráneos se te ocurra, funcionan bien. Nosotros no".
Si tampoco el peor de los enemigos son los intereses foráneos, es obvio que uno de ellos se encuentra bien escondido dentro de nuestro país. No lo identificamos porque debe habernos penetrado como un virus. Recorre nuestra sangre, impregna cada célula, influye hasta en el pensar cotidiano. ¿Es casi esencia de la identidad colectiva ?
Y sí. Tenemos el infortunio de ser una de las naciones donde más hondo y largo arraigo ha conseguido obtener. Nos hace confundir patología con salud y distorsiones con el camino recto. Hasta su nombre es engañoso : populismo .
Populismo no significa interés dominante por el bienestar del pueblo. Tampoco que se gobierne en su favor. Significa que se manipula el pueblo para satisfacer al caudillo de turno o su círculo de fieles. El pueblo no es servido, sino enajenado. Cae bajo la hipnosis de quien simula amarlo y sacrificarse por su felicidad. Pero el pueblo en este caso no es sujeto, sino rebaño que se conduce, alimenta y carnea.
El instrumento de elección para engrillar los tobillos y el cerebro de una sociedad populista es el asistencialismo clientelista. No es nuevo : lo inventó Luis Napoleón (o Napoleón III) en el tercer cuarto del siglo XIX. Conmovió a las multitudes miserables hasta enamorarlas, y de esa forma desvió la energía de su rebelión hacia el sometimiento político. No lo aplicó para mejorar la vida de los franceses, sino para que los franceses lo siguiesen respaldando a él y su corte. De ahí proviene la palabra bonapartismo. La exitosa técnica fue luego imitada por Bismarck y, en el siglo XX, por Mussolini, Hitler y otros personajes, que la perfeccionaron con la movilización de masas y con una ficción (sólo ficción) revolucionaria, hasta hacerla desembocar en regímenes totalitarios o semitotalitarios.
El asistencialismo clientelista no siempre es conveniente para una sociedad, y debe significar el recurso extremo. Produce una involución de consecuencias, aunque satisfaga urgencias básicas e impostergables. Genera un retroceso hacia la dependencia y fija vastos sectores de la sociedad a una postura infantil, demandante y acrítica.
A los jefes que utilizan el asistencialismo no les interesa que maduren hacia la autonomía y el bienestar. No regalan cañas de pescar, sino pescado. No se afanan para que prosperen de veras, sino para que subsistan. El populismo los quiere mediocres y cómplices, para mantener la hegemonía ; los quiere como un ejército agradecido y miope. Soborna aumentando la burocracia, llenando las dependencias de ñoquis, convirtiendo al sector público en una vizcachera de quioscos que alimentan a los punteros. En consecuencia, tenemos que desconfiar del asistencialismo que excede su tarea de estricto y honesto salvataje, que busca obscenas retribuciones políticas, y que no va acompañado de iniciativas que estimulen el progreso real.
Por otra parte, el populismo anhela una comunidad sin contradicciones, sin pluralidad. No sólo hace regalos a los pobres, sino también a las demás franjas sociales. Los empresarios -como ha sido evidente- dejan de ser competitivos ; en lugar de apostar a la imaginación y la excelencia, se instalan a la sombra del caudillo (o del Estado que él comanda), para obtener privilegios y ganancias fáciles. Los beneficios son el resultado de la obsecuencia, la corrupción y la mentira, no de méritos ejemplares. El sector productivo languidece, porque no recibe estímulos como los que se dedican a acariciar desvergonzadamente los dedos del poder.
El populismo -ya dijimos- simula ser revolucionario, y lo simula muy bien. De ese modo atrapa la pasión de jóvenes, intelectuales y gente solidaria, que cae bajo sus embotantes malabarismos ideológicos. Utiliza el concepto pueblo como si fuese una esencia supraindividual, una unidad perfecta. El líder, su partido y la nación constituyen un todo sin fisuras. La lealtad se debe ejercer de abajo hacia arriba, nunca en forma recíproca. El pueblo se debe al líder y el líder "dice" (sólo dice) que se debe al pueblo. En el populismo molesta la división de poderes, la alternancia política, la independencia de la justicia, aunque las simulen respetar (violándola sin escrúpulo ni respiro).
El populismo creció sobre teorías irracionales como el Volkgeist de Herder, que luego encantó a los nazis. También sobre el Narod , palabra equivalente en ruso, tomada por la derecha paneslavista. El fenómeno de las masas -potente manifestación del pueblo- fue desmenuzado críticamente por Gabriel Tarde y Gustave Le Bon y luego por Sigmund Freud.
Agreguemos que el populismo instila pereza en el pensamiento. La culpa de todo está siempre en otra parte ("los intereses foráneos..."). Lo único que cabe hacer -enseña- es quejarse, protestar. Inhibe la crítica de fondo y, en consecuencia, aleja la posibilidad de hacer buenos diagnósticos y aplicar tratamientos eficientes. El problema son los otros. Por lo tanto, de los otros vendrá la solución. Hay que pedir, exigir y hasta extorsionar. En la Argentina las cosas fueron espantosas por culpa del FMI, del Banco Mundial, el G 7, las empresas extranjeras, el imperialismo, la globalización, la envidia que nos tienen, el calentamiento del planeta y así en adelante. Todavía no incluimos a los marcianos.
Como el pueblo y su líder son la misma cosa para el populismo y sus derivaciones, el líder hace lo que el pueblo quiere (dice) y el pueblo se lo cree a pies juntillas. No hay más ley que la del pueblo (dice) y, por lo tanto, puede cambiarla o violarla cuantas veces se le ocurra, porque lo hace por deseo o pedido del pueblo (dice). En verdad, la ajusta a sus egoístas intereses. Esto es calamitoso, porque genera una terrible inestabilidad jurídica que, sin embargo, no se percibe ni repudia como tal. La inestabilidad jurídica perturba la inversión y afecta al aparato productivo. Los países con inestabilidad jurídica son invariablemente pobres. Pero el populismo se las arregla para construir sofismas a partir de una curiosa hipótesis : que la estabilidad beneficia a unos más que a otros. Lo cual es cierto en el corto plazo, pero a la larga rinde altos dividendos a la sociedad en su conjunto.
Como señala Juan José Sebreli en su iluminador libro Crítica de las ideas políticas argentinas , aquí hubo populismo conservador, radical y peronista. El populismo peronista llegó más lejos que los otros y hasta ahora, con su líder y fundador muerto hace un cuarto de siglo, continúa atrapado en sus redes, pese a que siempre anda a la busca de la versión "auténtica" o "renovadora". Sigue manteniendo viva la ilusión del paraíso perdido, cuando el asistencialismo era frenético y de arriba llovían todos los bienes, en especial para los que juraban y demostraban lealtad.
Cortesía Cecilia Hopen