Por Jorge Beinstein
Alai-Amlatina.
Buenos Aires, 9 de julio de 2008,
Hacia mediados de Junio la confrontación entre el gobierno y las asociaciones patronales del campo parecía haber llegado a un punto de ruptura total, pero no fue así, pocos días después las aguas se calmaban. La presidente decidía transferir al Parlamento la decisión final sobre los impuestos a la exportación de productos agrícolas, es lo que esperaban los empresarios rurales para levantar su bloqueo que empezaba a desgastarse rápidamente al igual que la popularidad del gobierno. Fue el fin provisorio de más de cien días de enfrentamiento luego de los cuales, como dicen ahora algunos politólogos, "Argentina ya no es la misma".
La imagen de la presidenta había llegado a un nivel de deterioro solo comparable con el del ex presidente De la Rua en diciembre de 2001, sus convocatorias a la movilización en apoyo al gobierno habían enardecido en su contra a las clases altas y a sectores crecientes de las clases medias. Por su parte los ruralistas habían extendido su influencia unificando detrás de ellos al conjunto de la oposición de derecha y a vastos sectores de las clases medias rurales y urbanas, en este último caso incluso a grupos medios-bajos afectados por un proceso inflacionario que a lo largo de los últimos meses ha deteriorado su nivel de vida. Sin embargo su radicalización los llevaba a un callejón sin salida, especialmente en el caso de la pequeña burguesía agraria prospera, una suerte de "nuevos ricos" furiosos ante las cargas fiscales que enturbiaban sus expectativas de ganancias abundantes y ascendentes.
La intransigencia extremista a que habían llegado en sus exigencias era de hecho una convocatoria al golpe de estado, en el pasado tal vez su deseo se hubiera podido materializar, pero ahora, a un cuarto de siglo del fin de la última dictadura militar, la capacidad de intervención de las Fuerzas Armadas es casi nula, su degradación institucional y la lápida moral que pesa sobre ellas llamada genocidio hace impracticable esa posibilidad.
La otra alternativa golpista era la de una pueblada de derecha (una suerte de 2001 al revés) amplificada por los medios de comunicación y finalmente manipulada por un sector del sistema institucional (judicial, parlamentario nacional, gobiernos provinciales, etc.). Pero los dirigentes de las derechas política y rural no estaban dispuestos a intentar semejante aventura, en primer lugar porque el actual gobierno más allá de su imagen progresista ha respetado integralmente al sistema neoliberal dominante heredado de los años 1990 y en consecuencia núcleos decisivos del poder económico no apoyarían de ninguna manera el desalojo de la presidenta.
En segundo término porque ese hecho habría abierto una suerte de caja de Pandora, un desorden general que unido al más que probable hundimiento de las clases populares acorraladas por el alza de los precios de los alimentos podría haber generado una avalancha muy extendida de protestas sociales. Y finalmente porque hacia mediados de junio pese a la persistente agitación de los medios de comunicación la popularidad del derechazo mostraba serios signos de deterioro, el alza de precios y la amenaza de desabastecimiento comenzaban a producir reacciones hostiles hacia los ruralistas provenientes de importantes sectores de las clases medias y bajas. Las asociaciones tradicionales de la burguesía terrateniente como la Sociedad Rural que a lo largo del conflicto habían mantenido un perfil relativamente moderado presionaron con fuerza para desacelerar la protesta. Los nuevos ricos del mundo agrario (pequeños y medianos rentistas y agricultores) fueron de hecho la masa de maniobras del bando de los agronegocios, se creyeron sujeto de una suerte de cruzada gaucha contra el "estado-ladrón" que les quería cobrar tributos extraordinarios. Por debajo de las escarapelas y banderas patrias se movía azuzada por las clases altas una clase media agraria mezquina que pretendía apropiarse de una parte sustancial del botín de super ganancias del negocio exportador.
Sin embargo sería un grueso error limitar el fenómeno a ese aspecto socioeconómico, el abanico civil movilizado contra el gobierno fue mucho más amplio, se extendió a las ciudades, cobró ímpetu en los grandes conglomerados urbanos incorporando a importantes sectores medios la mayor parte de ellos sin vínculos materiales directos con el mundo agrario.
Es cierto que en los barrios acomodados de Buenos Aires, por ejemplo, la vanguardia de los cacerolazos fueron las "cacerolas de teflón" esgrimidas por los ricos acompañados por nostálgicos de la última dictadura militar, pero el movimiento se extendió a las zonas de clase media y fue visible la simpatía despertada en sectores importantes de clase media urbana baja.
La desestabilización
Las movilizaciones promovidas por el gobierno se realizaron a fuerza de aparato, el clima entre los trabajadores fue de apatía o indiferencia y en ciertos casos de repudio no muy entusiasta a la derecha, el activismo pro gubernamental a veces autocalificado como "anti oligárquico" fue claramente minoritario.
Un factor decisivo del ascenso opositor en las capas medias y de alejamiento respecto del oficialismo en las clases bajas (donde la presidenta hizo su mejor cosecha de votos en 2007) es la inflación que ha deteriorado rápidamente los ingresos reales de los asalariados.
Actualmente la derecha política y su paraguas empresario señalan a la inflación como el enemigo principal a combatir para lo cual vuelven a levantar las tradicionales recetas neoliberales centradas en el llamado "enfriamiento de la economía" alcanzado a través de la reducción del gasto público y del freno a los salarios. El resultado sería un rápido incremento de la desocupación y la precarización laboral y el achicamiento de la demanda de las clases bajas pero no de los beneficios empresarios que se mantendrían o aumentarían gracias al descenso de los costos salariales reales.
Con menores gastos el Estado podría preservar el superávit fiscal sin necesidad de aumentar los impuestos lo que beneficiaría obviamente a empresarios y clases altas en general. Allí se detiene la ofensiva liberal, porque según ellos el Estado debería seguir interviniendo en el mercado cambiario acumulando dólares y sosteniendo así un dólar artificialmente muy alto lo que permitiría mantener o aumentar los altos ingresos en pesos de los exportadores industriales y agropecuarios. En este esquema económico la gobernabilidad solo podría ser sostenida con dosis crecientes de represión social y con la consolidación del bloque reaccionario (clases altas y medias) tal como se ha ido conformando en los últimos meses. Pero ambas condiciones son de muy difícil obtención, las bases populares han cambiado mucho desde la década pasada, la experiencia de 2001-2002 marca un punto de inflexión casi irreversible.
Si se impone la opción neoliberal la generalización y radicalización de las protestas populares conformaría un panorama de alta turbulencia al que seguramente se incorporarían sectores intermedios que afectados por la concentración de ingresos abandonarían sus delirios elitistas para volver a mirar con simpatía a los de abajo.
Por su parte el gobierno trata desde hace algo más de un año de enfrentar la inflación con medidas puntuales que no consiguen frenar el proceso. Desde el ocultamiento de la realidad manipulando las estadísticas hasta los acuerdos de precios sectoriales pasando por toda clase de negociaciones con grupos empresarios y burocracias sindicales, fue desplegado un complicado juego destinado ahuyentar el clima inflacionario preservando la alianza social y mediática que había sido la base de la gobernabilidad desde 2003.
El gobierno temía que dicha alianza se rompiera desde abajo, desde el espacio de los trabajadores debido a la persistente degradación de los salarios reales pero se rompió por arriba, desde el mundo de los agronegocios, desde las capas sociales más beneficiadas por la estrategia económica kirchnerista desatando una ola reaccionaria cuya magnitud y radicalidad sorprendió a todos, al gobierno por supuesto pero también a sus instigadores directos, los dirigentes empresarios rurales.
La aplicación de impuestos o retenciones móviles a la exportaciones agrícolas, que apuntan centralmente a las ventas externas de soja no constituyen una medida fiscalista, el estado dispone de una amplia variedad de fuentes tributarias alternativas y cuenta con un superávit fiscal considerable, su objetivo es el sistema de precios, la inflación empujada por la repercusión interna del alza internacional de los precios de los productos agrícolas. Midió muy mal las posibles repercusiones de la medida pero ¿quien las midió bien ?, ni los dirigentes patronales agrarios, ni los medios de comunicación que los apoyan, sospechaban la ola de protestas que se desataría y mucho menos la rápida conformación de una masa social reaccionaria cuyo volumen y dinamismo no tiene precedentes en el último medio siglo. Par encontrar algo parecido deberíamos retroceder hasta 1955 cuando un enorme bloque de clases medias y altas apoyó (impulsó) al golpe militar antiperonista, también en ese entonces como ahora salpicado con brotes racistas contra los pobres.