Por Natalio R. Botana
La Nación
¿Dónde han quedado aquellos gestos furibundos que, hace apenas un año, proclamaban el fin de la vieja política ? Querían entonces echarlos a todos. Hoy los gritos se han apagado, perdidos en los meandros de un sistema de partidos que más se asemeja a un archipiélago, debido a la división de los grandes y pequeños en múltiples facciones. Estos son algunos de los efectos de una crisis aún no superada : el descalabro de la representación política unido a la insuficiencia institucional del Estado. Empero, si bien esta fragmentación incide sobre el repertorio de opciones que se presentan ante el elector para los comicios presidenciales del mes próximo, el mismo fenómeno no estalla con idéntica intensidad en las provincias. Es cierto que el peronismo jugará dividido en la provincia de Buenos Aires. No es tan cierto, sin embargo, que esta fractura se repita en los distritos medianos y chicos. Este contrapunto revela el doble circuito por el cual pasa nuestra política. Aunque los partidos se fraccionan en el vértice donde se dirime la puja presidencial, la mayor estabilidad que tienen en las provincias les permite mantener sus posiciones. La Unión Cívica Radical, literalmente pulverizada como alternativa presidencial, está no obstante en condiciones de disputar palmo a palmo con el justicialismo la gobernación de Córdoba. La reserva de estabilidad partidaria en las provincias se refuerza gracias al régimen que separa las elecciones nacionales de las provinciales. Como consecuencia de ello, este año tendremos en la Argentina comicios en cadena que, al final, conspiran contra la gobernabilidad general de la República. ¿Qué presidente estará en condiciones de controlar el actual Congreso que hereda y el que habrá de conformarse después de diciembre sobre la base de ese conjunto de situaciones provinciales ?
Algo anda mal en este orden de cosas. La ciudadanía clamaba por la renovación. En su lugar, está frente al espejo desfigurado de un nuevo orden conservador celosamente controlado por el justicialismo, tanto en la circunstancia de la victoria de uno de sus tres candidatos como en la de una hipotética derrota de ese triunvirato nacido del mando sobre los distritos pequeños. Solemos ensalzar las virtudes de la educación ciudadana. Quizá no analicemos con la misma atención los defectos inherentes a una praxis de la educación feudal mucho más opaca y resistente. Con la experiencia que depara más de una década de gobierno, Carlos Menem es un líder nacional, pero su trayectoria pasada y sus ambiciones presentes no se entienden sin el férreo control que siempre ejerció sobre La Rioja, refugio y sitio de peregrinaje para sus adeptos, desde donde Menem programa su retorno al centro de la escena. Curiosamente, aunque pretendan situarse en las antípodas, Adolfo Rodríguez Saá y Néstor Kirchner son hijos dilectos de la misma tradición hegemónica. Dominaron primero una provincia pequeña para saltar luego en busca del trofeo de la presidencia. Un cuadro sugestivo. Si se comparan estos rápidos ascensos con la oferta electoral del justicialismo en los cuatro distritos grandes (provincia y ciudad de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba), el resultado es francamente negativo. El presidente Eduardo Duhalde no ha conseguido convencer al santafecino Carlos Reutemann ; el cordobés José Manuel de la Sota fracasó en su empeño y nadie en la provincia de Buenos Aires le dio a Duhalde la posibilidad de controlar su sucesión con un candidato confiable. Ni qué decir de la ciudad de Buenos Aires, salvo tal vez el caso de Daniel Scioli, que ha conformado fórmula con Kirchner. El cuadro es sugestivo : el electorado definitorio está en los cuatro distritos grandes, pero las tres candidaturas que buscan captarlo vienen de afuera, de tres provincias que reúnen la doble característica de contar con una población insignificante y una política con mucho más peso a la hora de las definiciones electorales. Sobre este telón de fondo explotó el bochorno en que se ha sumido la provincia de Catamarca. Es el combate de los justicialistas para conquistar ese distrito. Todos ellos saben, y en particular el señor José Luis Barrionuevo, que tener una provincia bien atada puede servir más adelante como plataforma para inclinar la balanza en el tablero nacional. Si Kirchner y Rodríguez Saá lo hicieron, ¿por qué no Barrionuevo en el futuro ? Con estas perspectivas abiertas, es crucial sumar otra provincia al damero justicialista, sobre todo si además se dispone de tres aceitados resortes : la inutilidad de la Justicia, que siempre traba los fallos dentro de sus propios vericuetos ; la mirada benevolente del gobierno nacional ; una barra brava, en fin, convenientemente entrenada para saquear los atrios como en las peores épocas del fraude y de la violencia electoral.
Esto es, pues, lo que ha quedado, a la vuelta de un año en que florecieron las expectativas de un cambio político e institucional. En las dos provincias donde se votó antes de las elecciones generales (Santiago del Estero y ahora Catamarca), se han manifestado los reflejos típicos de un orden oligárquico que desprecia el juego normal de las instituciones. ¿Anticipan estos signos de regresión una ruptura equivalente de las reglas electorales en los comicios de abril y en la probable segunda vuelta de mayo ? Confiamos con terquedad en que no llegará ese trance fatal, aunque los resentimientos recíprocos de los justicialistas en la disputa por la presidencia no auguran para nada un clima benigno. Desde luego, los justicialistas no están solos en la carrera presidencial. En el quinteto que atrae las preferencias se destacan también Elisa Carrió y Ricardo López Murphy. Ambos enfrentan un desafío enorme, porque estas candidaturas desgajadas del tronco del radicalismo no sólo deben obtener los votos necesarios para disputar el balotaje definitivo, sino también arraigar sus organizaciones en las provincias para quebrar por la vía pacífica el vicioso orden que se ha impuesto. Carrió y López Murphy han conseguido el apoyo de partidos y líderes surgidos de antiguas agrupaciones provinciales (aun al costo de la división en algunas, como ocurre actualmente con los demócratas de Mendoza) Estas alianzas deberían ser el punto de partida de una empresa que conduzca en democracia a la transformación del régimen institucional. Mientras tanto, el justicialismo representa hoy, con sus tres candidaturas, una misma pasión de poder. A vuelo de pájaro, daría la impresión de que, frente a esa espesa trama de posiciones e intereses, no queda mucho por hacer. Es un error : nada ni nadie en la democracia tiene la última palabra, salvo el resultado que proporcionan unas elecciones limpias y sinceras, respetuosas de la ley. Habrá, pues, que luchar en estos días por la transparencia. Ese atributo del buen gobierno republicano quizá sea el último reducto de nuestra frágil legitimidad.
Cortesía de Susana Merino