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Mientras buena parte del sistema político se entretiene contando votos como quien cuenta porotos, algo más profundo —y más inquietante— viene ocurriendo : una falla estructural en la representación democrática convive con el avance de derechas cada vez más radicalizadas, algunas ya sin pudor en sus guiños neofascistas. Y, sin embargo, su crecimiento electoral no significa que representen a la sociedad : significa que aprendieron a intervenir en la subjetividad.
No ganan porque traduzcan demandas reales ni porque ofrezcan soluciones consistentes. Ganan porque logran instalar un clima afectivo donde el miedo, la angustia y la desconfianza funcionan como dispositivos de gobierno antes incluso de gobernar.
La operación es conocida : construir enemigos disponibles — « migrantes », « kukas », « comunistas », cualquiera que pueda ser señalado como amenaza— y encuadrar allí todas las frustraciones sociales. Una simplificación brutal que, aun así, rinde políticamente.
La novedad no está en la fórmula, sino en la sofisticación de sus mecanismos. No se trata solo de discursos encendidos en redes sociales, sino de verdaderas estrategias psicopolíticas que buscan moldear la percepción : producir sensación de caos, amplificar el miedo, erosionar la autoestima colectiva. Cuando la angustia se naturaliza, la subjetividad queda disponible para los relatos autoritarios que prometen orden a cualquier precio.
Ante este escenario, el campo popular parece a veces atrapado en un anacronismo. Sigue creyendo que la disputa es únicamente programática, que alcanza con ofrecer « propuestas », « modelos alternativos », « políticas públicas ». Pero la batalla no es —o no es solo— racional, es : emocional, simbólica, afectiva. Y en esa cancha la derecha está jugando con profesionales mientras las fuerzas progresistas siguen discutiendo personas y candidaturas.
Quizás haya que asumir, de una vez, que estamos frente a una guerra por la subjetividad. Que se necesitan psicólogos, psicoanalistas, comunicadores, especialistas en cultura y memoria, no para manipular, sino para comprender qué le pasa a una sociedad sometida diariamente a una pedagogía del odio. Sin esa lectura, cualquier proyecto transformador queda desarmado frente a la maquinaria emocional de la ultraderecha.
El desafío, entonces, es reconstruir un sentido común que no esté gobernado por el miedo. Reponer la confianza, reactivar los lazos, disputar el territorio de las emociones. Porque la derecha radical no avanza por representar mejor : avanza porque aprendió a operar sobre aquello que define cómo vemos el mundo. Si el campo popular no reconoce ese frente de batalla, difícilmente pueda recuperar la iniciativa.
Nora Merlin* para Página 12
Página 12. Buenos Aires, 21 de noviembre de 2025.