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14 mai 2010

El insospechado universo de Amerindia (I)

par Jorge Majfud *

 

El mes pasado un reconocido filósofo español convocó a una reunión cerrada
en una universidad de Nueva York para discutir una posible reforma del
hispanismo. En el amplio pen house de la biblioteca principal nos reunimos
en un círculo una decena de profesores de diversos estados invitados
especialmente para la ocasión. En cada oportunidad se la nombró como “mesa redonda”. Estaban las sillas, la forma circular y la idea de un debate
equitativo sobre el rancio espíritu conservador de la tradición hispanista
que había impuesto un corpus arbitrario de textos consagrados. Todos
coincidimos en el rechazo a gran parte de esa tradición, sobre todo a los
valores impuestos por la cultura hegemónica que había surgido después del
siglo XV, en detrimento de una modernidad ilustrada más rica y más diversa
que le había precedido. Uno de los panelistas insistió en la necesidad de
definir “lo que era” la ilustración y no lo que “no había sido”.

En la referida mesa redonda faltaba la mesa redonda. El ejemplo ilustraba mi
posición expuesta en el libro *Evolución y revolución de los signos. *En la
sala de discusión faltaba la mesa, pero el elemento ausente estructuraba el
espacio y la idea. La fuerza del ausente era tal que aún presente en el
mismo nombre, “la mesa redonda”, pasaba perfectamente inadvertido ante los ojos de una decena de especialistas en cultura y lenguaje.

Entiendo que de la misma forma los elementos ausentes pueden y suelen
estructurar, inducir y controlar prácticas y pensamientos a un grado que se
subestima a favor de una supuesta conciencia histórica, colectiva o
individual. En el libro antes referido —acabado como tesis doctoral hace
varios años y en prensa en el 2010— el elemento invisible como clave de
búsqueda es el elemento reprimido por la conquista y las sucesivas
colonizaciones territoriales y, sobre todo, morales y culturales. Es decir,
ese océano casi desconocido del mundo equívocamente llamado “pre-hispánico”, que tradicionalmente se refiere a una cultura indígena que terminó con la llegada de los europeos al continente de los pájaros. Por ejemplo, ¿por qué
se ha estudiado hasta el hastío las lecturas de Sor Juana Inés de la Cruz,
sus influencias provenientes del Siglo de Oro español, y no se ha estudiado
las relaciones de la niña Juana Inés con sus criadas indias ? ¿Cómo explicar
el feminismo de la monja rebelde recurriendo al misoginismo de los
escritores españoles del siglo XVI y XVII ? Incluida a la misma Santa Teresa,
defensora de la sumisión femenina al poder masculino citada por la misma Sor
Juana, más por conveniencia política que por convicción ideológica. ¿Por qué
desestimar que la llamada cultura machista de México no era tal o era mucho
menos machista y misógina que la Europa de la Edad Media y del Renacimiento ?

Sin embargo, el espíritu amerindio sobrevivió, no a pesar de la violencia
sino, quizás, por la violencia misma de una forma muchas veces subterránea,
camuflada y travestida pero fortalecida, más allá del reconocimiento
artesanal y de una tradición pintoresca, fácil de consumir por el turismo y
la mentalidad museística y voyerista contemporánea. Una historia que en
cierta medida fue la historia de los cristianos primitivos hasta la crisis
mayor de su oficialización en el siglo IV, por razones imperiales, y la
historia de moros y judíos conversos en el sur de España a partir del siglo
XVI.

Una de las hipótesis que he manejado en el libro anterior considera que un
elemento siempre presente en la cultura y la militancia del siglo XX procede
de los primeros tiempos de esa región que hoy se conoce imprecisamente como
América Latina ; ni todo ni tanto de *l’intellectuel engagé* representado por
Zola o Sartre. Esta actitud, esta práctica y concepción del compromiso y la
militancia del intelectual latinoamericano hunden sus raíces en la
conciencia traumática de la Conquista en el siglo XVI y los siglos de brutal
colonización que le siguieron.

La experiencia de la violencia y de la ilegitimidad de todo orden social
está presente desde las primeras crónicas de los conquistadores y se acentúa
a medida que los nativos, criollos e indígenas se abocan a la tarea de
autonarración y de reflexión sobre su identidad. Pero también hay una
cosmogonía que no es europea.

Las sociedades amerindias continuaron siendo fundamentalmente agrícolas,
conservaron y adaptaron sus idiomas, sus mitos, sus prácticas de producción
y reproducción y sus formas particulares de sentir y de pensar no europeos
hasta bien entrado el siglo XX y, en muchos casos, hasta hoy en día. Pero
también debieron adoptar, de forma ortopédica, una ideología y un corpus de
valores hegemónicos que servían a su propia explotación, desde elaboradas
teorías sobre la inferioridad racial de los colonizados hasta una
sensibilidad estética que moldeó la percepción de la superioridad
blanco-europea pasando por un corpus diverso de disquisiciones teológicas
producidas en la metrópoli y de aleccionadores sermones de pueblo. Parte de
esta ideología procuraba, precisamente, la desvalorización de aquello que lo
distinguía del colonizador o de la posterior clase criolla dirigente.

Esa clase minoritaria que fundó las repúblicas de papel lo hizo basada en la
cultura ilustrada de Europa mientras una población mayoritaria en vastas
regiones de Perú, México y de las republicas centroamericanas hasta el siglo
XX ni siquiera hablaban el español como primera lengua ni estaban enteradas
del Siglo de las Luces, de la Libertad del Mercado o de la Dictadura del
Proletariado más allá de las consecuencias bélicas en las que debían
participar. Razón por la cual las democracias liberales por mucho tiempo y a
lo largo de muchos pueblos apenas significó la legitimación de estados
autoritarios al servicio de minorías dirigentes.

Es decir, aunque un estado presente de la sociedad y una forma de pensar no
están rígidamente determinados por el pasado, como pueden estarlo las
órbitas de los planetas, el presente tampoco es indiferente a su influencia.
Cada paradigma, por radical que sea, es el resultado de una larga historia
al mismo tiempo que sus individuos ejercemos parte de esa libertad a la que
aspiran todas las liberaciones propuestas por la tradición humanista.
Querámoslo o no, siempre partimos de una base preestablecida sobre la cual
pensamos y sentimos. No inventamos ningún lenguaje ; apenas nos valemos de él
para conservarlo o para cambiarlo pero no podemos actuar libremente fuera de
él, fuera de los parámetros mentales que formaron nuestro universo desde que
abrimos los ojos por primera vez. Apenas si podemos ver por el ojo de la
cerradura en un intento de reflexión y autoanálisis.

Jorge Majfud, PhD.
Jacksonville University

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