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5 de abril de 2003

Los militares de EE.UU. y Argentina en America Central... y Malvinas

La historia que parece olvidada

 

Los militares, funcionarios de gobierno y políticos profesionales argentinos parecen haber retomado el concepto de ’relaciones carnales’ acuñado por el ex canciller menemista Guido Di Tella. En este apasionado romance contra natura con las fuerzas armadas de Estados Unidos, usan como colchón el territorio nacional. Tienen memoria díscola: olvidan que ya los sedujeron, abandonaron y quedaron con una infección que aún no termina de supurar. Quizá esta vieja historia frene sus sensuales impulsos. O, al menos, los induzca a tomar precauciones anticonceptivas.

"Soy el ciudadano argentino Héctor Francés García y he realizado en Costa Rica tareas de inteligencia y asesoramiento tendientes al derrocamiento del régimen revolucionario de Nicaragua. Hace dos años ingresé al Batallón de Inteligencia 601, y en una escuela de la provincia de Buenos Aires preparada a tal efecto recibí instrucción en materias tales como reunión y análisis de información, seguimiento y contraseguimiento, técnicas de interrogatorio y contrainterrogatorio, fotografía, escritura con medios especiales y apertura y cierre de correspondencia".

Así comenzaba el testimonio del capitán Francés García en un videocassette de una hora, exhibido el 30 de noviembre de 1982 en la Federación Latinoamericana de Periodistas (FELAP), de México. Poco después, otras copias circulaban en América latina y Europa.

El militar, se supo mucho después, no era un desertor. Había sido secuestrado en la capital costarricense en un espectacular operativo de la inteligencia sandinista.

Guerra Silenciosa, Estrategia del Terror

Francés García explicó que durante casi un año residió San José. Su cobertura era ’arquitecto dedicado a construcciones agrícolas y actividades comerciales’, lo que le permitía viajar por otros países centroamericanos. Había operado como agente secreto en Panamá, El Salvador, Guatemala y Honduras.

En este último país, reveló, existía un estado mayor argentino formado por los coroneles José Hoyos u Ollas, alias ’Santiago Villegas’, en la jefatura militar, y José Osvaldo Rivero, alias ’Balita’, jefe del aparato político. Ambos se interrelacionaban con un estado mayor hondureño, encabezado por el general Gustavo Álvarez Martínez, comandante del ejército. Argentinos y hondureños dirigían, con orientaciones de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), un estado mayor de la Fuerza Democrática Nicaragüense, integrado por ex oficiales de la Guardia Nacional del derrocado dictador Anastasio Somoza.

"Estados Unidos es el jefe supremo a través del ejército argentino y el Batallón de Inteligencia 601", dijo Francés García.

Las operaciones clandestinas estaban bajo el mando del jefe y segundo jefe del Estado Mayor del Ejército Argentino, los coroneles Alfredo Valín y Mario Davico, quienes posteriormente ascendieron a generales y pasaron a retiro. Davico había sido mencionado en enero de 1982 por el contrarrevolucionario William Baltodano, tercero al mando de un grupo que debía dinamitar dos empresas estatales nicaragüenses. Capturado, Baltodano confesó que a finales del año anterior el entonces coronel le había dado en Buenos Aires 50 mil dólares "para que la cosa comience a andar".

Otro agente argentino, Norberto Galasso (no es, desde luego, el historiador argentino) le entregó en Panamá 100 mil dólares a Francés García para que instalara en Honduras falsas empresas madereras. Al frente de una de ellas, aparecía Juan Martín Ciga Correa, alias ’Mariano Santamaría’, también compatriota. En mayo de 1984, Ciga Correa fue detenido en la ciudad argentina de Mar del Plata por conducir un automóvil robado: portaba una credencial del mayor del ejército, extendida a su "nombre de guerra", y una pistola 45.

Hasta que el presidente norteamericano Ronald Reagan firmó la autorización oficial NSDD-17, del 16 de noviembre de 1981, los militares argentinos en América Central habían actuado por iniciativa propia, en forma clandestina. A partir de entonces, lo hicieron prácticamente a rostro descubierto.

La distribución de las actividades encubiertas fue así: Estados Unidos aportaba los dólares y los principales equipos de guerra; Argentina suministraba los instructores, ya fogueados en los años de guerra sucia en su propio país; y Honduras proporcionaba el territorio para entrenamiento de los ’contras’ y las bases de ataque a Nicaragua. El concepto unificador se denominaba Guerra Silenciosa, Estrategia del Terror.

Francés García dijo los sueldos de los asesores argentinos oscilaban entre los 2 mil 500 y los 3 mil dólares. Algunos recibían ese salario ’solamente por estar sentados en un escritorio, recortando periódicos’.

El ex agente expresó que los motivos que lo impulsaron a dar su testimonio se sintetizaban en una sola palabra: Malvinas.

Antes de la guerra en las islas Malvinas

A fines de 1980, varios profesores argentinos de la Universidad de Honduras abandonaron rápidamente el país luego de recibir amenazas de muerte anónimas, entre ellos, el autor de esta nota, quien trabajaba en el departamento de relaciones públicas y la editorial universitaria. Poco antes, un escuadrón de la muerte había "debutado" con el asesinato de Gerardo Salinas, un abogado laboral.

El 18 de marzo del año siguiente, el general Alfredo Saint Jean, entonces secretario general del ejército argentino, dijo en una conferencia de prensa en que las fuerzas armadas de su país habían "acumulado experiencia en guerra no convencional, que es reconocida internacionalmente, y han ofrecido capacitación a países amigos". Esa "experiencia reconocida" quedó expuesta cuando los militares dieron paso a los civiles en Argentina: treinta mil muertos y desaparecidos.

El 6 de abril de 1981, los periódicos de Buenos Aires informaron que los ejércitos de Argentina y Estados Unidos estudiaban la creación de un sistema periódico de consultas a raíz de "la ofensiva marxista en el continente". El tema fue tratado por el jefe del Estado Mayor del ejército norteamericano, general Edward C. Meyer, y el entonces comandante de las fuerzas armadas argentinas, general Leopoldo Galtieri. Un día antes, el diario La Prensa había asegurado que con la visita de Meyer comenzaba "la primera etapa de la integración estratégica de Argentina con Estados Unidos".

Galtieri visitó Washington el 4 de mayo, para "estrechar vínculos militares". El intercambio de amabilidades y los elogios recíprocos se producían también en Buenos Aires: ese día, el ejército argentino condecoró al agregado militar de la embajada norteamericana, teniente coronel Richard Des Leis, quien declaró que "el sistema de cooperación entre los ejércitos de las Américas es necesario para todos".

Aunque Des Leis no aclaró por qué era "necesario" y quiénes eran "todos", recordó que cuando visitó Argentina por primera vez en 1975, "el ejército argentino defendía la patria en su lucha contra el terrorismo". Tres años más tarde, dijo, "el terrorismo ya había sido derrotado, Argentina había ganado el campeonato mundial de fútbol [de 1978] y se percibía un sincero sentimiento de optimismo en el pueblo". El militar manifestó su certeza de que "el espíritu de cooperación existente entre nuestros ejércitos continuará en el futuro".

Menos de un año después de efectuadas estas declaraciones, Argentina estaba en guerra con Gran Bretaña en las islas Malvinas. Y "el espíritu de cooperación" augurado por Des Leis se dirigió... a los ingleses.

Esto fue lo que no previó otro apologista de la cooperación militar argentino- estadounidense, el general Galtieri.

En una entrevista realizada en Nueva York y publicada en Buenos Aires por la revista Siete Días el 19 de agosto de 1981, el entonces comandante en jefe admitió la posibilidad de que tropas argentinas participaran en la guerra civil de El Salvador. En esa ocasión, manifestó: "Todo lo que se refiere a la seguridad americana es un problema de todos los americanos, no solamente de Estados Unidos y Argentina. Por supuesto, Argentina cree, manteniendo en alto el principio de no intervención (sic), en la colaboración con el resto de nuestros hermanos americanos para contribuir, si así lo requieren, a solucionar sus problemas particulares".

Al día siguiente de publicadas estas declaraciones, el canciller argentino Oscar Camillión recibía en Buenos Aires a su colega hondureño, coronel César Elvir Sierra. Camillión se manifestó partidario de una mayor presencia de su país en América Central. "Una crisis en Centroamérica repercute en Argentina y una solución allí también beneficia al proceso argentino", declaró.

La ofensiva diplomática no descuidaba ningún flanco. El 3 de febrero de 1982, el embajador argentino en Washington, Esteban Takacs, dio un discurso ante una asociación de empresarios de Chicago. "Hemos dado fuerte respaldo a muchas iniciativas de Estados Unidos en el hemisferio", dijo. "Reconocemos los peligros de las campañas organizadas para socavar las fuerzas de la libertad porque hemos pasado por una guerra subversiva. La necesidad de mayor cooperación internacional nunca ha sido tan importante para la supervivencia de Occidente".

Takacs ignoraba, seguramente, que dos meses antes un ex funcionario norteamericano, Charles Maechling Jr., había aconsejado al gobierno de Ronald Reagan mantener relaciones con Buenos Aires en un plano ’frío, correcto e impersonal’, y establecer vínculos ’más cálidos una vez que Argentina se purgue de su moho militar’.

Noche y Niebla

En un artículo publicado en Foreign Policy el 6 de diciembre de 1981, Maechling -ex asesor del Departamento de Estado durante las presidencias de John Kennedy y Lyndon Johnson- afirmó que el régimen argentino, luego de modelar sus "tácticas de intimidación, tortura y exterminio sobre el plan Noche y Niebla usado por Adolfo Hitler, extiende el veneno totalitario que emana de Buenos Aires hacia el norte del continente, empleando métodos equivalentes a los de la SS alemana". Según Maechling, "para un país sin creíbles amenazas externas por más de un siglo, el apetito de los militares desafía toda creencia".

La Casa Blanca, obviamente, pensaba distinto.

El 8 de febrero, cinco días después del discurso de Takacs, la cadena de televisiva ABC hizo una revelación explosiva: Washington, según fuentes del Congreso norteamericano, estaba sondeando a la dictadura argentina para infiltrar en Nicaragua tropas de combate clandestinas. ABC indicó que la misión argentina en América Central sería derrocar al gobierno sandinista y frenar "el supuesto flujo de armas a los revolucionarios que combaten en El Salvador". Para ello, "no usarían uniformes sino que operarían encubiertamente, a modo de guerrilla".

A fines de ese mes, el periódico hondureño La Tribuna suministró más datos:

"En un lugar aún no determinado, que se especula es Honduras, los argentinos entrenan a más de mil ex guardias somocistas y les proporcionan ayuda económica, cuya cuota original en 1981 fue de 50 mil dólares. La misma cantidad había sido mencionada por el contrarrevolucionario William Baltodano, capturado por agentes de inteligencia sandinistas.

"El embajador argentino en Honduras, Arturo Ossorio Arana, es también una de las personalidades estelares en la coordinación de los grupos contrarrevolucionarios. Las agencias norteamericanas de noticias lo señalan como uno de los principales implicados.

"Según la publicación británica Latin America Newsletter, la ampliación de las operaciones de insurgencia se acordó en meses recientes en Buenos Aires, conforme a un plan tejido por el asesor de Ronald Reagan y ex jefe de la CIA, Vernon Walters. El compromiso se amarró después de que Walters visitó Centroamérica, donde sostuvo pláticas con los presidentes Lucas García, de Guatemala, Paz García de Honduras y Napoleón Duarte de El Salvador.

"La injerencia argentina podría ser el comienzo de un plan estadounidense de intervención escalada, cuyos actores principales serían soldados de las dictaduras del Cono Sur. La cobertura intervencionista se efectuaría apelando al Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca.

A principios de marzo arribó a Buenos Aires el general John McEmery, presidente de la Junta Interamericana de Defensa (JID). El diario La Nación relacionó la presencia del militar con la posibilidad de que Argentina enviara tropas a El Salvador "si el propio país centroamericano lo solicita". El periódico citó una versión: Argentina podría integrar una fuerza intervencionista estimada entre 80 y 100 oficiales "debidamente preparados y escogidos entre voluntarios".

Al día siguiente, el canciller argentino Nicanor Costa Méndez concluía una visita oficial a Brasil, la primera desde 1968. El diplomático le expresó al gobierno de ese país que el régimen militar no permanecería impasible ante "un eventual conflicto entre el Este y el Oeste en el hemisferio". Comentaristas de prensa locales comentaron negativamente la visita; uno de ellos indicó que Costa Méndez había utilizado "la misma retórica de Ronald Reagan".

Y todo continuó sobre aceitados rieles hasta que el 2 de abril de 1982 tropas argentinas desembarcaron en Puerto Stanley.

Viendo los hechos en retrospectiva, fue una idea genial de los estrategas que asesoraban a Galtieri encabezados por su consejero de cabecera: el comandante Johnnie Walker etiqueta negra. La "integración" entre Washington y Buenos Aires se fue al diablo. Y se llevó a los militares de Argentina y de América Central.

Después de la guerra en las Malvinas

Luego de 45 días de combate en el archipiélago sur -en el que murieron 750 soldados argentinos y 250 británicos- la aventura bélica de Galtieri concluyó el 17 de junio con la rendición incondicional. Poco después, se convertía en ex dictador e intensificaba sus monólogos con el comandante Johnnie Walker.

La guerra en el frío Atlántico sur tuvo algunas repercusiones en la calurosa América Central. Los periodistas que asistimos a la proyección del video aquel 30 de noviembre de 1982 no pudimos evitar, en determinado momento, un fugaz sentimiento de simpatía hacia el capitán Héctor Francés García. Fue cuando explicó dos hechos que lo decidieron no cumplir con las órdenes encomendadas.

Primero, "la masacre de los soldados argentinos en las islas Malvinas, producida por la traición de Estados Unidos, que entregó lo mejor de su tecnología al pirata invasor inglés para que practicara tiro al blanco con los patriotas que defendían la soberanía nacional". Luego, "la comprensión de que América latina se mantiene en un estado de empobrecimiento, subdesarrollo y crisis permanente con un desgobierno manejado y controlado por Estados Unidos".

El oficial criticó la conducción militar argentina durante la guerra en el Atlántico sur. Dijo que se decidió a efectuar la denuncia para clarificar sus "propios sentimientos morales". Su intención -afirmó- era lograr que "la opinión pública tome conciencia de que esta agresión que se está orquestando [contra Nicaragua] no defiende los intereses de pueblo alguno y sí los del poder económico de Estados Unidos". El capitán explicó que los asesores militares argentinos que entrenaban a los "contras" traían "no sólo cartas geográficas en detalle de Nicaragua realizadas por el Pentágono, no sólo mapas especiales en escala, no sólo maquetas de los objetivos a volar con explosivos... sino también fotografías tomadas desde un satélite".

El mismo satélite -remarcó- que "quizá ayudó a los piratas ingleses a masacrar a los argentinos en las Malvinas".

Las denuncias de Francés García tuvieron amplia repercusión en la prensa internacional, pero la dictadura pareció no enterarse.

Algunos analistas de prensa norteamericanos especularon que la colaboración de Estados Unidos con Gran Bretaña en la guerra de las Malvinas provocaría el retiro de los militares argentinos de América Central. El tiempo demostró lo contrario.

El 8 de abril de 1983, fuentes citadas por The New York Times afirmaron que la Casa Blanca se había visto obligada a incrementar sus operaciones encubiertas contra Nicaragua cuando Buenos Aires suspendió -después del conflicto en el Atlántico sur- su ayuda a los contrarrevolucionarios. El diario afirmaba:

"Hasta los primeros meses de 1982, Argentina era el principal encargado del financiamiento y entrenamiento de los grupos antisandinistas. El punto clave del plan Reagan contra "la presencia soviético-cubana" en Centroamérica y "el apoyo nicaragüense a los rebeldes salvadoreños y guatemaltecos" era un acuerdo entre Estados Unidos y la Junta argentina, dirigida entonces por Leopoldo Galtieri. Según las fuentes, el apoyo de Galtieri a los antisandinistas era anterior a la llegada al poder de la administración Reagan en enero de 1981. Pero la guerra de las Malvinas y el apoyo de Reagan a Gran Bretaña echó por tierra el acuerdo. Galtieri había advertido muy claramente que el respaldo norteamericano a Londres, supondría el fin de su cooperación con Estados Unidos en Centroamérica".

En realidad, no fue así. Los militares argentinos permanecieron en Honduras hasta los primeros meses de 1984, cuando Raúl Alfonsín llevaba más de un año en el gobierno. Se retiraron cuando la CIA los descartó.

Exactamente un mes antes de la versión divulgada por The New York Times, entrevisté en México a Laura Sierra, jefa de relaciones internacionales de las Fuerzas Populares Revolucionarias Lorenzo Zelaya, de Honduras. La vocera insurgente me aseguró que los coroneles argentinos Jorge O’Higgins, Jorge de la Vega y Carmilio Gigante entrenaban a paramilitares hondureños y contrarrevolucionarios nicaragüenses en lo que mejor sabían hacer: secuestrar, torturar, asesinar y desaparecer. También mencionó al oficial César Garro, cuyo placer -dijo- era violar jovencitas acusadas de "subversivas".

Buenos muchachos

O’Higgins era agregado militar de la embajada argentina en Tegucigalpa. De la Vega, asesor del ejército hondureño. Garro, instructor de la Fuerza de Seguridad Pública (Fusep). Casi todos habían participado, directa o indirectamente, en el secuestro de sindicalistas, dirigentes agrarios y estudiantes universitarios.

Seis meses más tarde de la denuncia de Laura Sierra y a más de un año de concluida la guerra en las Malvinas, los argentinos continuaban en Honduras. El 5 de agosto de 1983 asistí en Managua a una conferencia de prensa en la que el comandante Julio Ramos, jefe de la inteligencia militar sandinista, presentó una serie de fotografías y documentos capturados a los contras. Entre la documentación había un pasaporte argentino Nº 6.354.932, extendido en Tegucigalpa el 25 de noviembre de 1978 y firmado por el comisario Juan Félix Torelli, a nombre del ciudadano Armando Passarella Basset, nacido en Buenos Aires en 1943.

La fotografía del pasaporte correspondía a José Benito Bravo Centeno, alias "Mack". Era un fiero ex sargento de la Guardia Nacional somocista.

El comandante Ramos también mostró varias fotografías recientes. Entre ellas había dos del coronel argentino José Hoyos (u Ollas), alias "Santiago Villegas". En una foto estaba con Bravo Centeno; en otra, detrás de un grupo de jefes contras, junto a un helicóptero matrícula 951 de la Fuerza Aérea Hondureña.

Según el ex contra Efrén Mondragón, alias "Moisés", entre 12 y 15 asesores argentinos permanecieron en Honduras hasta principios de 1984, pero "ya no eran tan arrogantes". Estaban preparando sus maletas de regreso a Buenos Aires. A fines del año anterior, la CIA decidió prescindir amablemente de ellos.

La crisis había estallado en las filas contras en septiembre de 1983. "Moisés" recuerda: "La guerra la querían los gringos de un modo, los argentinos la querían de otro, el estado mayor de otro y los comandantes de fuerza también de otro. El ejército de Honduras también estaba involucrado en el problema interno. Uno sabía que lo iban a matar pero no sabía quién lo iba a matar".

Fueron días de "purgas", asesinatos a traición y escapes apresurados. Según "Moisés", la CIA afirmaba que la forma de ataque de los argentinos "era mala porque estaba atrasando la guerra. Los norteamericanos pretendían una invasión a Nicaragua, acciones militares más contundentes. Los argentinos, en cambio, eran partidarios de la guerra de guerrillas. Estaban furiosos porque la CIA ya no confiaba en ellos como antes y les exigía cuentas de los gastos y les quitó poder", dijo el ex contra. "Decían que a los norteamericanos sólo les gustaba estar encima de ellos y mandarlos, y que a la hora de hacer las cosas se llevaban los laureles".

Los argentinos regresaron a su país refunfuñando, pero jamás fueron investigados. Uno de ellos, el coronel José Osvaldo Riveiro, alias "Balita", asumió la jefatura de inteligencia militar en su país a través del decreto Nº 457 del 8 de enero de 1984. Lo firmó el presidente Raúl Alfonsín, alias "la casa está en orden, felices pascuas".

(*) Resumido del capítulo XV de Monjes, mercenarios y mercaderes, libro del autor de este trabajo, Editorial Alpa Corral, México, noviembre de 1988, págs. 115-125.

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