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22 août 2003

El proteccionismo agrícola del norte es moralmente injustificable

 

La más vigorosa justificación moral y política para los subsidios agrícolas que se da en la Unión Europea y Estados Unidos es que éstos son necesarios para salvar a los pequeños agricultores, pero los hechos demuestran claramente que tales subvenciones no están logrando ese propósito.

A lo largo de los pasados 15 años, a medida que los subsidios se han extendido implacablemente -las economías ricas están gastando actualmente cerca de mil millones de dólares diarios en ellos, o sea seis veces más que lo que dan en ayuda exterior-, los pequeños agricultores en los países en desarrollo se han hecho cada vez más pobres en relación con el resto de la población, de tal modo que se están volviendo una especie en extinción.

En un artículo del New York Times acerca del medio rural en Estados Unidos, Timothy Egan escribió : "Décadas de declinación económica han producido una cultura de dependencia, con regiones vacías enganchadas a los subsidios agrícolas... La economía vaciada ha llevado a un aterrador aumento del crimen y del uso abusivo de drogas." En Estados Unidos, el porcentaje de personas que viven por debajo de la línea de pobreza es casi el 30 por ciento más alto en las áreas rurales que en las ciudades.

En Francia, a lo largo de los últimos 12 años, la población campesina ha bajado en un tercio. Más de una de cada tres empresas rurales ha desaparecido como resultado de la muerte, el retiro o el rechazo de la nueva generación a seguir los pasos de sus padres.

Kevin Watkins, Jefe de Investigación de Oxfam, escribe : "Lejos de beneficiar a los pequeños agricultores, los subsidios agrícolas van en forma abrumadora a la agricultura intensiva empresarial en gran escala y ello por una buena razón : el apoyo está estrechamente relacionado con los niveles de producción, o -en el caso de pagos directos- a la propiedad de la tierra."

El mal generado por esta política de ningún modo se limita a su fracaso en ayudar a sus hipotéticos beneficiarios.
En primer lugar, aunque los subsidios fueran dados a productos consumidos internamente, e incluso si tales subsidios se desacoplen de la producción, como ha dispuesto la Unión Europea, ellos están todavía necesariamente vinculados a altas barreras de acceso a los mercados. Por consiguiente, limitan el acceso a los mercados de los productos de exportación de los países en desarrollo.

En segundo lugar, los productos subsidiados llevan los precios a la baja, creando así volatilidad en los precios y perjudicando a los países en desarrollo.
En tercer lugar, muchos de los subsidios en la UE y en Estados Unidos son para productos exportados al mercado mundial - como los lácteos, carne, aves, trigo, soja, azúcar y algodón- que quitan significativas porciones del mercado a más eficientes productores de los países en desarrollo.

En cuarto lugar, los productos subsidiados de las naciones ricas que entran en los mercados de los países pobres compiten deslealmente con los productores locales, que a menudo son sacados enteramente fuera del negocio, creándose así una dependencia artificial de los proveedores extranjeros y agravándose el problema de la seguridad alimentaria cuando desaparece la ayuda alimentaria y aumentan los precios.

En ninguna otra parte es más dramática y menos defendible moralmente la relación directa entre el subsidio a la agricultura en los países ricos y el agravamiento de la pobreza en las naciones pobres que en lo que yo he llamado "el escándalo internacional del algodón".

Aunque tanto Estados Unidos, como la Unión Europea y, en menor medida, China subsidian sus respectivas producciones de algodón, son los subsidios estadounidenses la causa principal de la crisis del algodón, en parte dado su tamaño absoluto -entre 3 y 4 mil millones de dólares anuales- y en parte porque más del 40 % de su producción es exportada. Incluso cuando los precios mundiales cayeron a 38 centavos de dólar la libra en mayo de 2002, Estados Unidos estuvo claramente en condiciones de incrementar su porción en el mercado mundial, pese a sus costos de producción considerablemente más altos.

Como resultado de ello, Africa en su totalidad perdió cerca de 300 millones de dólares, de los cuales una pérdida de 191 millones de dólares correspondió a Africa Occidental. Las pérdidas para Mali y Benín superaron lo que recibieron de ayuda estadounidense. En esas naciones de Africa Occidental, las más pobres entre las pobres, alrededor de 11 millones de personas dependen directamente del algodón como única fuente de ingresos en efectivo.

Más que un problema económico o comercial, los subsidios al algodón plantean un dilema moral. La próxima reunión de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en Cancún (10-14 de setiembre) debería servir para exigir una acelerada reducción de los subsidios a la producción y una inmediata compensación negociada a ser proporcionada por los productores de algodón del Norte. Si no adoptan esas relativamente sencillas decisiones, la discusión sobre el desarrollo rural en los países pobres corre el riesgo de transformarse en poco más que un ejercicio inútil.

Es digno de elogio el coraje del Comisario de la UE para la Agricultura y de sus colegas de tomar distancia con respecto a los subsidios a la producción y vinculados a los precios. Sin embargo, no surge con claridad si las reformas anunciadas recientemente cambiarán sustancialmente el actual patrón de concentración del 80 % de los pagos en las manos de un 20 % de grandes agricultores ni en qué medida el nuevo sistema distorsionará menos el comercio mundial.

Con todo, la reciente decisión de la UE representa un alentador cambio en la dirección correcta. Esperemos que la misma inspiración prevalezca en Estados Unidos, donde la última ley agrícola fue un movimiento en la dirección opuesta, al volver a vincular los subsidios a la producción y a los precios.

Bitácora

(*) Secretario general de la Conferencia de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (UNCTAD). Brasil.

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