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Por ECONOTICIAS
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El modelo boliviano se ha convertido en una verdadera fábrica generadora de pobreza y rebeldía. En el último año casi 130 mil bolivianos cayeron en la pobreza, más de 50 mil perdieron el empleo y el ingreso per cápita y el salario tocaron fondo. Solo trepó el descontento y el malestar social que fueron los ejes de la revuelta popular que conmocionó Bolivia.
Las cifras oficiales de la debacle económica y social, agravadas en extremo en los últimos años, muestran que el último trienio, entre 1999 y 2001, más de 380 mil personas cayeron en la pobreza y la marginalidad, según el recuento de la Unidad de Análisis de Políticas Económicas (UDAPE).
La indigencia y miseria crecieron vertiginosamente, especialmente en el área urbana, por lo que la proporción de ciudadanos que sobrevive con menos de un dólar al día se ensanchó hasta alcanzar a más de la cuarta parte de la población. Oficialmente se estima que por lo menos cinco de los ocho millones de bolivianos son pobres, estando la mitad de ellos en un estado de indigencia y miseria.
Entre 1998 y 2002, el ingreso per cápita cayó en casi una quinta parte. Según los datos del Ministerio de Hacienda, el ingreso per cápita en 1998 era de un poco más de 1.100 dólares al año y en el 2002 de tan solo 900 dólares.
La evaluación de UDAPE establece que ’los últimos cuatro años han sido de intensa crisis económica en toda Latinoamérica y que en Bolivia se tuvo un crecimiento promedio del PIB de 1,6 por ciento, mientras que el nivel de crecimiento poblacional alcanzó el 2,3 por ciento, lo que significa una tasa negativa de crecimiento per cápita en ese lapso’.
"Esta situación ha tenido un efecto devastador sobre el sector productivo, particularmente en la industria manufacturera. Uno de los datos que más impacta de esta situación es que una creciente proporción de la población vive con ingresos por debajo de la línea de pobreza".
Muchos de ellos, desempleados, trabajadores y niños de la calle, estudiantes y obreros con míseros salarios, participaron activamente en la revuelta cívico policial, que hizo tambalear al régimen neoliberal de Gonzalo Sánchez de Lozada, durante la segunda semana de este febrero loco.
Injusticia social
La bronca de los de abajo se estrelló contra las instituciones del Estado, los partidos neoliberales y contra sectores empresariales, revelando el enorme abismo que existe en Bolivia entre los sectores más acaudalados de la población y los más pobres. Esta profunda brecha económica y social se ensanchó en los últimos años con la caída del salario real y del ingreso per cápita, que impactó con mayor rigor en los sectores más pobres y desprotegidos.
Esta aguda desigualdad en la distribución del ingreso ha convertido a Bolivia en uno de los países con más inequidad económica y social. Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), Bolivia es el prototipo latinoamericano de la desigualdad : la mayor parte de la población subsiste en la extrema pobreza, mientras un puñado de personas concentra la mayor parte de la riqueza.
Esta injusta distribución de la riqueza se ahondó desde la aplicación del modelo neoliberal, en agosto de 1985. Los datos oficiales muestran que actualmente la quinta parte de los hogares más ricos recibe ingresos casi 50 veces superiores al de la quinta parte más pobre. El 10 por ciento de la población más acaudalada, entre los que se encuentra el presidente Gonzalo Sánchez de Lozada y la mayor parte de sus colaboradores, concentra un tercio del ingreso nacional y tiene más dinero que el obtenido en conjunto por el 70 por ciento de la población, compuesto principalmente por indígenas, campesinos, trabajadores informales, obreros y mujeres.
Desempleo e informalidad
Este mayoritario segmento de la población empobrecida está asentado básicamente en las microempresas y en la informalidad. El 65 por ciento de la población económicamente activa está inmerso en el autoempleo de subsistencia familiar y en la informalidad. El 83 por ciento de la población económicamente activa trabaja en las micro y pequeñas empresas, con bajísimos niveles de productividad y que sobreviven solo por la autoexplotación y el sacrificio familiar.
Sufriendo como ellos, están otros 350 mil bolivianos que carecen de empleo y tienen un ingreso cero. Cerca de otro millón de trabajadores tiene un empleo de baja calidad y gana por debajo de lo que se necesita para cubrir el costo de una canasta básica de alimentos y servicios básicos.
Sobre este sector de asalariados, el gobierno boliviano quiso, bajo la presión del Fondo Monetario Internacional, descargar el peso de la crisis fiscal, a través de un impuesto al salario, lo que encendió la chispa de la convulsión social.
Para los de abajo, era claro que el gobierno intentaba financiar, con el dinero de los asalariados y de los más pobres, el despilfarro gubernamental, la inocultable y extendida corrupción de los gobernantes y la masiva defraudación tributaria que hacían empresarios nacionales y transnacionales petroleras.
El impuestazo del gobierno de los millonarios era inaceptable para un país donde cada día tres mujeres mueren al dar a luz por falta de atención médica, donde la tasa de mortalidad infantil alcanza a 67 por cada mil niños nacidos vivos y la desnutrición en niños y niñas menores de 3 años es del 28 por ciento.
La rebeldía de los de abajo también se alimenta al constatar que por lo menos uno de cada cinco bolivianos está desnutrido, que una de cada cuatro niñas y niños tiene una estatura baja para su edad, que el cinco por ciento de las niñas y niños nacen con bajo peso y que una de cada cuatro mujeres bolivianas en etapa de gestación sufre de anemia por tener una deficiente alimentación. Y ni hablar de la economía campesina y del área rural, donde solo se cosecha pobreza, amargura y rebelión social.
Por eso, el impuestazo fue la gota que rebalsó el vaso. Las víctimas del modelo neoliberal devolvieron el golpe, frenaron la confiscación de parte de los salarios y refrendaron con sangre una advertencia : ya no están dispuestos a más sacrificios para salvar al modelo boliviano de la bancarrota.