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Una crónica del 11-S neoyorkino
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Lo que convierte en inquietante a los atentados de ayer en Estados Unidos es su carácter ejemplar, la general intuición de que volverá a ocurrir -porque es relativamente fácil organizar cosas así y prácticamente imposible prevenirlas-, así como el bajo nivel de los responsables políticos para comprender la situación y diagnosticar las enfermedades que presenta.
Todo el mundo intuyó ayer que las ideas clásicas en materia de « seguridad nacional » sencillamente no sirven. Pero, ¿por qué ?. Desde luego hay que « fortalecer la seguridad física », « unirse contra el terrorismo », etc., pero lo más importante es comprender los cambios que los avances técnicos, incluida la capacidad de destrucción masiva y la accesibilidad de dicha capacidad, determinan en el mundo de hoy.
Las potencias dominantes, los nuevos « imperios », ya no pueden comportarse como en el siglo XIX, cuando la lucha por el control de recursos y el dominio de territorios y de colectivos humanos, era un asunto sin riesgos de fusiles contra lanzas. En esa misma labor los países dominantes asumen hoy riesgos enormes, porque, por primera vez en la historia, dada la accesibilidad del arma atómica o de otros medios técnicos de destrucción masiva, las víctimas, los desesperados, los criminales, los locos, tienen posibilidad de acción, respuesta o venganza.
Hace setenta años, en vísperas de la convención sobre el desarme de 1932, Albert Einstein alertó sobre las implicaciones de un « desarrollo técnico que posibilita los medios para la destrucción de la vida ». Sin un cambio de mentalidad el progreso tecnológico es tan peligroso, « como una cuchilla de afeitar en manos de un niño de tres años », escribió. Más tarde Einstein acuñó una frase que, muchos años después, sería inspiración para el desarme soviético de finales de los ochenta y para el « nuevo pensamiento » gorbacheviano : « el arma nuclear lo ha cambiado todo, menos la mentalidad del hombre ».
Hoy ese asunto está aun más claro. El fin de la guerra fría, esa ocasión perdida para un « nuevo orden mundial », evidenció que el ejército soviético disponía de bombas nucleares de mochila, pensadas para ser colocadas en la retaguardia del enemigo en caso de guerra. Si los soviéticos, que iban manifiestamente retrasados en ese campo las tenían, pueden imaginarse la situación en el otro campo. Los escenarios de los estados mayores con sustancias químicas y bacteriológicas, en caso de guerra, aun eran más sencillos y transportables. Y hoy, los expertos coinciden en que no hay grandes dificultades de fabricar privadamente una bomba atómica, o en acceder a unos gramos de antrax capaces de envenenar a millones de personas.
Eso lo cambia todo, pero la mentalidad y el « modus operandii » que gobierna el mundo es la misma que la de antes de que apareciera este nuevo factor.
Si se me permite una anécdota personal, para mi eso quedó claro en la primavera de 1996, en Chechenia. La guerra había devastado el territorio. La capital, Grozny, una ciudad de medio millón de habitantes, había sido reducida a escombros. La región, tierra ancestral de un pueblo de un millón de almas, el checheno, con mentalidad y memoria de genocidio por las deportaciones estalinistas, era un panorama de pueblos con mezquitas destruidas, familias destrozadas, campos sin labrar y gentes desesperadas. En ese contexto me encontré con dos comandantes chechenos, Aslanbek Abduljadzhiev y Aslanbek Israilov, en la casa del primero, en Shalí, a unos 25 kilómetros al sureste de Grozny.
Ambos ya habían participado en el ataque a Budionnovsk de junio de 1995, cuando tomaron más de mil rehenes inocentes en un hospital-maternidad del sur de Rusia.
Mientras comíamos Abduljadzhiev e Israilov nos explicaron abiertamente sus planes de atacar una instalación nuclear, bien en Rusia, bien en algún país europeo. Su argumento era, « el mundo asiste indiferente a la aniquilación indiscriminada de nuestro pueblo, lo que nos da derecho a una venganza igualmente despiadada e indiscriminada ».
Pocos meses antes, otro comandante checheno, Shamil Basayev, había lanzado una advertencia depositando en el Parque Izmailovski de Moscú un pequeño contenedor con sustancias radiactivas.
Salí muy impresionado de aquella comida, sobre todo porque comprendí que Abduljadzhiev e Israilov eran gente absolutamente « normal » y que, al mismo tiempo, estaban completamente dispuestos a morir en una acción de tipo suicida. Israilov, que murió reventado por una mina en la dantesca retirada guerrillera de Grozny del invierno de 1999 (cuando los comandantes marchaban al frente de sus columnas por campos de minas y saltaban despedazados gritando « Alá es grande »), había sido un próspero fabricante de ladrillos de Argún antes de la guerra. Ambos eran padres de familia. Como todos, Israilov había perdido a familiares en la guerra, y cuando le insistí en la inmoralidad de sus propósitos de atentado indiscriminado, sentí que se ponía violento y desistí para no forzar mas la ley de la hospitalidad chechena.
Al salir de aquella velada, a la que asistieron también Juan Cierco, de ABC, y Ricardo Ortega, de Antena 3, el verdadero artífice de aquella entrevista, hablamos de lo serio que era todo aquello, de lo mal que estaba un mundo que produce desesperados suicidas por doquier ; en Kurdistán, Timor, Oriente Medio, Chechenia y decenas de otros lugares. Escribí inmediatamente sobre aquellas impresiones, tras haberlas completado con toda una serie de entrevistas con especialistas rusos en materia de armamentismo y proliferación nuclear que me instalaron en la convicción de una nueva bomba nuclear de amplio consumo.
Según su estimación, en el primer cuarto de este siglo unos veinte países en desarrollo (los « rogue states » citados por la administración estadounidense, suelen pertenecer a ese grupo) podrán tener armas químicas, casi diez armas biológicas, y más de quince misiles balísticos capaces de llevar armas de destrucción masiva.
Cierco es hoy corresponsal en Oriente Medio y testigo de la última Intifada. Ortega lo es en Nueva York y su despacho en Manhattan se debió cubrir ayer de cenizas. Supongo que los dos se acuerdan ahora de aquella velada en Shalí. En lo que a mi respecta, la he tenido siempre presente -se ha convertido casi en una obsesión- y por eso, habiendo sido un « shock », lo sucedido ayer no ha sido una sorpresa, sino mas bien algo esperado. Una inmensa desgracia anunciada.
Cuando, según datos de Unicef, más de medio millón de niños iraquís han muerto desde 1991 a consecuencia del bloqueo y sus bombardeos, es solo una cuestión de tiempo que alguien intente hacer estallar una carga nuclear en el metro de Nueva York o derrame unos gramos de antrax en el suministro de agua potable de Londres, escribí en 1996.
Repasando la prensa de hoy se encuentra de todo. No falta quien echa mano de teorías postmodernas sobre el « conflicto de civilizaciones ». En un respetado diario nacional leo que, « el papel de Moscú en el mundo bipolar se lo arroga ahora el terrorismo internacional ». Los políticos hablan de « unirse contra el terrorismo » y bien poco más. Abundan las declaraciones necias que confirman que si este mundo es inquietante es sobre todo por su ceguera en materia de « seguridad » y de « economía ».
El único mensaje, la única conclusión, es tan simple como rotunda : no se puede seguir sembrando desesperación en el mundo, ni consumiendo recursos globales agotables atendiendo a la razón del beneficio, sin correr riesgos de destrucción masiva o de colapsos para los que no existen « soluciones » ni « salvaciones » particulares, nacionales o regionales.
En los últimos treinta años, han aumentado las diferencias entre los países más ricos y los más pobres. También ha aumentado la brecha entre ricos y pobres dentro de los países más prósperos beneficiados por los seudocrecimientos (basados en la contabilidad fraudulenta con la que operan el FMI, nuestros gobiernos y los suplementos de economía de nuestros diarios). Esa es la raíz de la nueva inseguridad, que, sumada a la tecnoesfera de nuestra civilización, su universo de posibilidades técnicas, arroja la dimensión del problema.
Estados Unidos ha abandonado toda política de consenso hacia el Tercer Mundo, desprecia a las Naciones Unidas (ese imperfecto órgano de consenso internacional), propone, y practica, « guerras humanitarias » y absurdos objetivos de inmunidad nacional ante misiles adversos, como recetas contra una inestabilidad y una proliferación armamentista en la que los países más poderosos, ricos e ilustrados, tienen la mayor responsabilidad porque fueron ellos los pioneros en esa senda. Recetas que, en gran parte, son subterfugios para incentivar ese seudodesarrollo económico manifiestamente enfermo en sus fundamentos a partir de las aplicaciones tecnológicas militares, de las que Internet y el teléfono móvil son hijos.
Traduciendo lo de ayer en Manhattan a conclusiones prácticas, el principal mensaje es que Estados Unidos debe cambiar varias líneas fundamentales de su política. Otras potencias del norte deben inventar nuevas políticas más sensatas para el siglo entrante. Si no hay posibilidad de consenso transoceánico, la Unión Europea debe desmarcarse de la política estadounidense hacia el Tercer Mundo. La mejor seguridad es no sembrar la desesperación ni practicar la imposición militar a colectivos humanos. Todo eso ya no vale para nadie, pero aun menos para Europa, escenario de dos guerras mundiales, y aun menos para Rusia, mundo a caballo entre el primer y el tercer mundo, con su pluralismo civilizatorio, sus fronteras directas con el Tercer Mundo y los « rogue states » (Irán, Afganistán), y con su 20% de población de tradición islámica. Si este mundo es inquietante es, precisamente, porque este mensaje seguirá perdido bajo los escombros del World Trade Centre neoyorkino.
Rafael Poch de Feliu* para (La Vanguardia
(La Vanguardia. Barcelona, 12 Septiembre de 2001.
Reproducción del autor para su Blog personal
Rafael Poch de Feliu. Catalunya, 30 de marzo de 2020.