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Por Gustavo Gorriti (*)
Ideele. Perú, noviembre del 2002.
Los llamaron para formar un gabinete de crisis. Bastó ver quién los convocaba para saber que no les faltaría trabajo.
Son, o fueron, consejeros, ministros, asesores. Aceptan hablar, pero coinciden en la invariable petición del off-the-record. Luego de un año y medio en el poder, todos tienen el rasgo común de una suma de frustraciones, en enteros y decimales, que subyace la reprimida exasperación con que reiteran el mantra obsesivo. El problema, la dificultad, el diagnóstico. Toledo.
Muchos de ellos lo estiman, algunos lo quieren y todos (por lo menos aquellos con quienes hablé) le son exasperadamente leales. Casi todos piensan también que cualquier solución mínimamente viable al herradero político de la actualidad pasa por -e incluye a- Toledo.
"Desde el 2000 y hasta agosto del 2001, Toledo fue la solución", -dice un miembro prominente del gobierno- desde entonces se convirtió en el problema. ¿Quiere decir que solo servía para candidato y no para presidente, como Alan García ? No lo creo. Pero, ¿cómo hacemos para volver a convertirlo en la solución, si él mismo no reconoce que es el problema y se cree lo mejor que le ha sucedido al Perú desde que llegó el pan en rodajas ?"
Desde esa perspectiva, el cuadro que emerge de un año y medio de interacción entre Palacio de Gobierno y el país es sobre todo uno de desorganización e improvisación, donde lo inmediato describe el horizonte, donde lo táctico reemplaza a lo estratégico y donde el Presidente se las arregla para ser a la vez extremadamente desconfiado y extremadamente ingenuo.
Durante el primer año de gobierno de Toledo, hubo un cierto equilibrio y una pugna constante entre miembros del gabinete Dañino y los consejeros del Presidente. Toledo (cuya falta de control sobre Dañino y las contrapuestas agendas de su gobierno hizo crisis en episodios como el de Arequipa) eventualmente se apoyó en los consejeros cuando decidió cambiar el gabinete.
El resultado no fue, sin embargo, un fortalecimiento de los consejeros -a quienes, por lo demás, casi nunca escuchó y que, salvo excepciones, se convirtieron pronto en curtidos y no muy productivos cortesanos-, sino su drástico debilitamiento. "Me sorprendió la desconfianza que les tenía -dice un llegado tardío a los niveles altos de poder-, incluso antes del 28 de julio, cuando Juan de la Puente se encarga de redactarle el discurso, a diferencia de los anteriores, que hizo Esteban Silva".
Un consejero veterano interpreta la desconfianza como celo de la facultad de decidir. "Con los que tenían consejo argumentado", dice la fuente, "Toledo parecía reaccionar con una cierta desconfianza. En cambio, viene Willy [González Arica], le habla sobre el hombro, al oído, y con él sí funcionaba ; eso lo traducía como operatividad". La habilidad de González Arica para mantenerse a pocos centímetros de distancia de Toledo en aire, mar, tierra o profundidad debe haber desempeñado un papel en ello, dada la dificultad de Toledo para separar lo doméstico de lo público.
El canto de cisne del grupo de consejeros, empero, fue lograr que Toledo acepte la propuesta de crear un comité de crisis. Ello ocurrió en la segunda quincena de agosto. El grupo fue formado por cuatro ministros, un jefe de inteligencia, un consejero y dos congresistas, uno de los cuales no es de Perú Posible (las fuentes insistieron en que no se publiquen los nombres de los miembros en ejercicio del comité de crisis). Luego se agregaron Juan Sheput y Guillermo González Arica.
Pero después de un par de reuniones, y luego que hubo filtraciones tabloideras (forma indirecta de librar batallas internas en Palacio), Toledo sacó del comité de crisis a González Arica, a Sheput y al ministro de Trabajo, Fernando Villarán. La coordinación del grupo también cambió de manos, de un ministro poco aficionado a los anticonceptivos, a un consejero.
Mientras el gobierno seguía resbalándose encuestas abajo, el comité de crisis trabajó intensamente. Solo en setiembre se reunió una docena de veces. Ayudaron a solucionar los aspectos no judiciales del proceso a Montesinos ; a desinflar el paro nacional de setiembre ; y discutieron lo que llamaron, no muy delicadamente, "el paquete personal" de Toledo.
El "paquete" tuvo tres partes : el caso Zaraí ; el caso Elianne Karp/Banco Wiese/partiduchos ; y la percepción de dispendioso epicureísmo de nuevo rico que buena parte de la opinión pública asocia con Toledo.
Parecen haber sido discusiones muy interesantes. Las fuentes recuerdan que ante cada tema, los carajos presidenciales eran tan profícuos como los intis de Alan García. Las interjecciones de Toledo, seguidas por una levantada de asiento y vueltas a la mesa, fueron casi siempre respondidas con terquedad argumental por los miembros del comité que, al decir de uno, "le hablaban a Toledo con total desenfado".
"La gran ventaja del comité de crisis", dice una fuente, "es que logramos cubrir varios espacios : despacho, legislativo, partidos, gabinete". Eso selló el crepúsculo de los consejeros.
El gabinete Solari, a la vez, perdía fuerza -en la percepción de los "crisólogos"- con la reventazón en cadena de los escándalos Karp/Wiese ; el de los partiduchos y el caso Zaraí. "Con eso", dice uno de ellos, "[el nuevo gabinete] pierde potencia, se convierte en una línea Maginot".
El caso Karp/Wiese, como se sabe, produjo la salida del portavoz y consejero Carlos Urrutia, luego de un muy áspero intercambio de palabras por teléfono entre Elianne Karp y el hasta ese momento pacífico Urrutia. Poco antes, el consejero Nicolás Lynch tuvo una discusión con Toledo, frente a Urrutia y César Rodríguez Rabanal, al negarse aquél a presentarse en el programa de Hildebrandt. Ante irritadas preguntas retóricas rematadas con el inevitable "carajo", Lynch sostuvo que la relación de Karp con el Wiese había sido un "error de juicio político", y que por lo menos había "un potencial conflicto de intereses". La discusión en este caso terminó, sin embargo, con el Presidente agradeciendo a Lynch su sinceridad.
Respecto del caso Zaraí, el grupo de crisis tuvo dos discusiones extensas. En ambas Toledo mantuvo la posición de que todo se trataba de una ofensiva de la mafia, "que no le perdonaba haberse traído abajo a la dictadura". El argumento no impresionó a nadie en el grupo de crisis, dividido entre la posición mayoritaria de que reconociera a Zaraí y la minoritaria (el ministro poco afecto a los anticonceptivos) de que se hiciera el examen de ADN. Solo el 15 de octubre el presidente les informó estar "procesando" el tema.
Después del relativo alivio que trajo la resolución del caso Zaraí, algunos miembros del comité de crisis replantearon su utilidad. El comité "funciona para procesar problemas puntuales, pero no fundamentales", dice un integrante.
¿El problema ? Toledo, respuesta unánime
"Toledo no toma decisiones : las decisiones lo toman a Toledo", resume un consejero. Otro describe lo mismo, en términos más caritativos : "hay un déficit en la toma de decisiones, un déficit en la conducción política".
"Su tiempo es un desorden absoluto", añade.
El caso que ilustra mejor ese déficit es, para algunos, el proceso de regionalización, hecho con apresuramiento, sin orden, visión ni concierto. "Caso típico de lo que no debió hacerse", dice un miembro del comité, "pero que estaba en el aire, se acumula y jode."
Entre los consejeros, Nicolás Lynch se constituyó en el principal defensor de una iniciativa que permitiera al gobierno de Toledo mantener un margen de maniobra luego de las elecciones regionales. La propuesta de Lynch, de un "nuevo gobierno, en el que la gente crea", propugnaba una alianza con los partidos, incluido el APRA, "frente a lo que puede ser el chongo de la descentralización", como lo puso una fuente que describió la iniciativa.
Hay miembros del comité de crisis, no obstante, que no están de acuerdo con Lynch. "Alan García quiere tirarse al gobierno -dice uno de ellos-, y quiere tirarse el proceso anticorrupción. Míralo con quién se abraza, con quiénes se fotografía, a quiénes defiende". Lynch insistió, sin embargo, en que había que incorporar al APRA "a un gabinete de apoyo multipartidario". La reacción de Toledo fue típicamente defensiva. "Voy a perder poder", dijo en una de las reuniones del comité de crisis. En el corto plazo sí, concedió Lynch, pero hay la posibilidad de "abrirse camino" y de no quedar, dijo, indefensos frente a una crisis que siguiera a una previsible derrota en las elecciones de noviembre.
Como ha sucedido en otras oportunidades, la salida de Lynch del entorno palaciego pudiera, paradójicamente, darle fuerza a su iniciativa. El ex premier y actual embajador en Washington, Roberto Dañino, una de las personas más visiblemente calificadas para hacerlo, ha defendido con elocuencia las ventajas de una ancha base.
Sea cual fuere la coalición de gobierno en los próximos meses, su éxito o fracaso va a depender en gran medida de cómo se defina y actúe el papel de Toledo.
¿Es posible convertir al Toledo-problema de hoy en el Toledo de la lucha contra la dictadura, cuyo prestigio tuvo un efecto inercial que lo llevó a la presidencia ?
Hay que empezar respondiendo que Toledo no es ahora puro problema ni fue antes pura solución. Las cualidades de ayer, aunque opacadas, subsisten hoy ; y los defectos de hoy, aunque menos conocidos, existieron ayer.
En un país no solo presidencialista sino tradicionalmente vertical, el ejercicio del poder ha estado siempre vinculado con una cierta capacidad (a veces muy indirecta) de premiar y castigar. El fujimorato estuvo, por supuesto, predicado en la intimidación ; y hasta en el gobierno de Paniagua la indignación moral impuso una corta pero abrumadora autoridad.
Ahora, hay que decirlo, después de un año y medio de gobierno, nadie le teme a Toledo ; pocos lo respetan y muchos lo desprecian.
¿Es esto injusto ? Puede que sí, pero es la realidad, que nada tiene que ver con aquella fácil explicación de que ese es el precio de no "haber caído en la tentación del populismo".
Tampoco, por sí solo, ni el mentir ni el contradecirse (Fujimori, shogún de las mentiras, logró en algún momento una correlación directa entre la dimensión de sus mentiras y la de su popularidad).
¿Qué pudo llevar a esa alquimia perversa, ese carisma negativo que en pocos meses logró lo que posiblemente sea un récord Guinness de la política : que regiones (el sur, el oriente) que le dieron a Toledo un triunfo electoral arrasador el 2001, con mayorías que en algunos casos superaron el 80 por ciento, se convirtieran en pocos meses en el centro de la protesta contra su gobierno, con niveles de desaprobación mayores que en el resto del país ?
La explicación, para mí, es la siguiente : Toledo creó durante las campañas una persona mítica -en parte basada en la realidad, pero que no era totalmente real ni tampoco era toda la realidad- que capturó a velocidad de incendio la imaginación y el afecto de grandes mayorías de la nación. El mito tuvo dos aspectos : la historia clásica de Horacio Alger en variante académica -de los harapos y la miseria al triunfo intelectual-, y la visión de liberador de su pueblo. Visión que no era solo de la liberación política, sino de algo más profundo : una liberación moral, racial, un desembalse de energías, una guía a la grandeza como pueblo. Ese es el mensaje que percibí en las plazas el año 2000. Y ésa es la percepción mesiánica que Toledo alentó.
Frente a tal nivel de expectativa, a Toledo solo le cabía ser un presidente excepcionalmente bueno. Además de austero, sobrio, severo, sabio y sencillo. El Benito Juárez que pudo haber sido y no fue.
Plop
En lugar de eso, la gente percibió (y percepción no significa necesariamente realidad, pero es vista como tal) al político que utiliza su triunfo dramático para ceder a las adicciones epicúreas de nuevo rico del tercer mundo. El pequeño lustrabotas de antaño comiendo en los mejores restaurantes, y todo el resto que ya se sabe : etiqueta azul, Punta Sal, amigotes.
A la par, vinieron las tremebundas contradicciones, como lo de Arequipa -expresión quintaesenciada de ineptitud política- ; las reiteradas muestras de imprevisión y debilidad ; y, junto con ello, las increíblemente contraproducentes terquedades y revelaciones en lo personal (sobre todo el caso Zaraí, mientras duró).
Toledo demolió su propio mito en pocos meses y, a diferencia de otros líderes políticos, buenos, malos y regulares, no tuvo ninguno que poner en su reemplazo.
Desplome de imagen, desprestigio, desprecio. Frente a ello, hasta los muy reales logros de su gobierno (buen manejo macroeconómico ; real vocación democrática ; reclutamiento de excelentes [y luego frustrados] colaboradores ; dirección civil de la Fuerza Armada ; exitosa conjunción de activistas de derechos humanos con policías en el Ministerio del Interior ; programas sociales a lo new deal rooseveltiano) quedaron eclipsados.
Ahora, con ancha base o sin ella, ¿puede Toledo recuperar una parte de la confianza que la nación puso en él ? Lo veo difícil, pero no imposible.
Si Toledo perdió el mito, le queda la verdad. Si la sigue, podrá recobrar por lo menos parte de la extraordinaria relación que tuvo con el pueblo peruano. En pocos casos como el suyo es tan pertinente la admonición de Darío : "ser sincero es ser potente". Y viceversa, presidente.
Si tal epifanía se produjera, no estaría de más desear que fuera completa y que Toledo entendiera que él jamás va a ser organizado o metódico ; y que, en consecuencia, lo inteligente (e inteligencia no le falta al Presidente) es tener un estado mayor que le organice la presidencia y la vida, en lugar de que él desorganice y enloquezca la de sus colaboradores.
(*) Gustavo Gorriti, es periodista de investigación y actualmente tiene entre sus diversas actividades la de colaborar con IDL (proyecto institucional) e ideele (revista), algo que, por razones obvias, valoramos mucho.