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Boletín informativo sobre América Latina N°11
Bogotá/Bruselas, 20 de Octubre de 2006.
El presidente Álvaro Uribe fue reelegido por una mayoría abrumadora en mayo de 2006, dos meses después de que los partidos políticos que lo apoyaban obtuvieron notables mayorías en las elecciones para Congreso. Las fuerzas armadas son más fuertes que nunca, y la ayuda de los Estados Unidos parece relativamente segura. Al inicio de su segundo cuatrienio, Uribe parece estar en una posición más sólida para afrontar los problemas de larga data de Colombia : narcotráfico, conflicto interno, falta de seguridad en las zonas rurales y pobreza persistente en el campo, corrupción y desigualdad social. Pero las apariencias pueden ser engañosas. Su coalición de gobierno es inestable y su popularidad es vulnerable a lo que la insurgencia, aún poderosa, decida hacer. Todavía debe definir una estrategia integral de paz y desarrollo para su segundo mandato que aborde estos temas y asigne prioridad a integrar a la Colombia rural en la corriente central política, económica y social de la nación.
Como respuesta a la presión de la opinión pública, Uribe ha expresado su intención de buscar negociaciones de paz con los dos principales grupos insurgentes del país, pero su prioridad sigue siendo la seguridad, un área en la que obtuvo un notorio éxito durante su primer mandato. Según la definió en la "Política de Seguridad Democrática" (PSD) que implementó durante su primer período de gobierno, sigue siendo la razón principal de su popularidad de cerca del 70 por ciento, pero también podría terminar siendo su Talón de Aquiles. Un retorno del conflicto a las ciudades debilitaría tanto su popularidad como su mandato. Ese escenario es realista mientras las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) continúen dominando grandes zonas del territorio rural y los paramilitares, ya sea formalmente desmovilizados o no, sigan controlando estructuras delincuenciales y criminales y recurran a la intimidación y la violencia en las comunidades locales así ya no usen uniforme.
La política de seguridad no ha logrado debilitar a los rebeldes lo suficiente como para forzarlos a sentarse a la mesa de negociación, y aparentemente sigue siendo imposible alcanzar una victoria militar. En parte, esto se debe al hecho de que la política antinarcóticos no ha logrado un impacto sostenible sobre la exportación de cocaína, y por consiguiente no ha afectado el flujo de dinero a los grupos armados. Los ingresos por concepto de droga no sólo financian a las FARC e instan a los grupos paramilitares desmovilizados a organizar nuevos grupos criminales, sino que también corrompen a las fuerzas militares. Una serie de escándalos han enlodado a las fuerzas de seguridad, y la corrupción, el abuso contra los derechos humanos y las irregularidades han menoscabado su credibilidad y su profesionalismo.
Las FARC se han visto forzadas a abandonar su táctica de movimiento de grandes unidades de combate para librar una guerra de guerrillas más tradicional, pero el movimiento guerrillero sigue siendo fuerte. Tanto el gobierno como los insurgentes están demostrando alguna flexibilidad con respecto a un posible intercambio de rehenes por prisioneros, que podría llevar eventualmente a unas negociaciones de paz plenas. Sin embargo, sus prerrequisitos difieren considerablemente. Es más probable que las conversaciones que el gobierno ha venido sosteniendo en Cuba con el más pequeño y débil Ejército de Liberación Nacional (ELN) produzcan antes un verdadero proceso de paz.
La desmovilización de más de 31.600 paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) ha retirado a muchas unidades armadas ilegales del campo de batalla, pero la Ley de Justicia y Paz (LJP), propuesta por el gobierno de Uribe para instarlos a rendirse, ha sido duramente criticada por grupos de derechos humanos y por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACDH). La Corte Constitucional dictaminó que algunas secciones contravenían tanto la legislación colombiana como normas legales internacionales, y persisten serias dudas sobre su implementación, la magnitud de las reparaciones para las víctimas y el funcionamiento de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR). Las reglamentaciones propuestas por el gobierno han sido criticadas por ofrecer a los paramilitares beneficios que la Corte había juzgado inaceptables. El éxito con que el fiscal general logre identificar los crímenes, los bienes y las víctimas de las AUC, y el éxito con que la CNRR logre proteger los derechos de las víctimas, determinarán que se empiecen a sanar o no las heridas de más de cuatro decenios de violencia.
Son muchas las preguntas que esperan respuestas en el segundo mandato, entre ellas si el gobierno :
– asumirá una actitud de mayor apoyo al fallo de la Corte Constitucional sobre la LJP mediante el retiro de las reglamentaciones que chocan con dicho fallo, la financiación de muchos más fiscales y el suministro de otros recursos al fiscal general para implementar la ley, y exigirá que todos los que estén buscando obtener condenas más breves le aporten al Estado pruebas plenas sobre crímenes, bienes y víctimas a cambio de sentencias reducidas ;
– responderá vigorosamente a través de los organismos de seguridad contra los grupos paramilitares rearmados y los líderes paramilitares que abandonen las zonas de detención, asignando a su captura la misma prioridad con que se combate a las FARC ;
– demostrará flexibilidad en las negociaciones con el ELN y buscará el consejo de los gobiernos observadores ;
redoblará sus esfuerzos para lograr un intercambio de rehenes por prisioneros con las FARC, como primer paso de una estrategia a largo plazo para negociar el fin de la insurgencia ; y
– planteará alternativas a la retórica de las FARC y a las dávidas de los narcotraficantes mediante el anuncio y la financiación de una iniciativa de gobernabilidad rural nacional que lleve el Estado de derecho, servicios sociales estatales e inversión económica al campo.
Sin embargo, para equilibrar la seguridad con una agenda social, Uribe tendrá que buscar y destinar recursos sustanciales, adicionales a los fondos provistos por los países donantes, como un aumento en los ingresos por impuestos, quizás repitiendo el "impuesto de guerra" del 1.2% con que gravó a los colombianos más ricos durante su primer año de gobierno. (Esta vez se podría llamar un "impuesto de paz" y se podría dividir entre gastos de seguridad, inversión rural y la LJP). En el pasado ha tenido que luchar contra un Congreso a menudo recalcitrante, pero sus triunfos electorales y el sistema de partidos reformado derivado de tales éxitos y cambios en el marco legislativo significan que la gente esperará que implemente más iniciativas que las que pudo hacer en su primer mandato. Si no lo logra, la culpa recaerá directamente sobre él.