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24 de mayo de 2006

La larga sombra de Estados Unidos

The long shadow of the United States.

 

Por Robert Fisk
The Independent
. Inglaterra, 13 de mayo de 2006.
La Jornada. México. Domingo 21 de mayo de 2006

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Cosas extrañas suceden cuando un reportero se sale del ritmo establecido. Resulta que la vastas regiones de la Tierra tienen prioridades diferentes. La más reciente teoría de la conspiración para explicar el asesinato del ex primer ministro libanés Rafiq Hariri -algo tienen que ver con ello criminales involucrados con un banco quebrado de Beirut- no llega a aparecer en el New Zeland Dominion Post.

Y la semana pasada, cuando llegué a la enorme, desordenada y sin planeación ciudad de Sao Paulo, un escándalo de corrupción manchaba a un diputado, y también era noticia la quiebra de la espantosa aerolínea nacional Varig (les aseguro que era peor que cualquier aerolínea del este europeo o de la Unión Soviética). Lo que ocupaba sobre todo las primeras planas era la reciente nacionalización de los hidrocarburos en Bolivia y sus consecuencias para las petroleras brasileñas.

Claro, algo se mencionó sobre la larga carta que el presidente iraní Mahmoud Ahmadinejad envió a George W. Bush. El International Herald Tribune calificó la misiva de "divagante", usando un término que jamás ha empleado para describir al presidente de Estados Unidos. Pero el diario Folha de Sao Paulo trató las absurdas sanciones estadunidenses contra el gobierno democráticamente electo de "Palestina". ¡Lástima!, todo esto era información que provenía de agencias.

Brasil, desde su inmensidad geográfica, con su extraordinaria historia de colonialismo y democracia, con su mezcla de razas, con su extraña versión del portugués, parece muy lejano de Medio Oriente.

¿Brasil? Claro, el Amazonas, la selva tropical, el café y las playas de Río. También está Brasilia, esa falsa capital diseñada, lo mismo que la igualmente falsa Canberra en Australia y la fraudulenta Islamabad en Pakistán, con el único fin de que los políticos del país puedan esconderse de su pueblo.

Resulta que una cosa que este país comparte con el mundo árabe es la constante presencia, influencia y presión de Estados Unidos, y esto ocurre desde que en los años 40 y 50 los gobernantes derechistas de Brasil buscaban comunistas, a quienes no era nada difícil encontrar.

En 1941 un nuevo y beligerante Estados Unidos, arrojado a una guerra mundial por un ataque que fue exactamente igual de inescrupuloso que el del 11 de septiembre de 2001, se preocupaba por ese gran trozo de Brasil que sobresale hacia el Atlántico y decidió instalar bases militares en el norte del país, sin esperar a que el gobierno brasileño lo autorizara.

A ver, ¿qué me recuerda esto?

Bueno, Washington no tenía de qué preocuparse. El hundimiento de cinco barcos mercantes brasileños, causado por submarinos alemanes, provocó enormes manifestaciones públicas que obligaron al gobierno derechista y antidemocrático de Getulio Vargas a declarar la guerra a los nazis. Levanten la mano los lectores que sepan que más de 20 mil soldados brasileños lucharon en nuestro bando, al lado de las tropas italianas, hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.

Sospecho que aún menos lectores levantarán la mano si pregunto cuántos soldados brasileños murieron. Según la excelente historia de Brasil de Boris Fausto, 454 fallecieron en combate contra la Wehrmacht.

El regreso de la fuerza expedicionaria de Brasil ayudó a llevar la democracia a este país. Vargas se mató de un tiro nueve años más tarde y dejó una dramática carta de suicidio, en la cual sugería que "fuerzas extranjeras" habían causado la reciente crisis económica de su nación. Multitudes atacaron, entonces, la embajada estadunidense en Río.

Bueno, pues todo parece distinto ahora que el presidente brasileño de izquierda, Luiz Inacio Lula da Silva -quien también se vio amenazado por "fuerzas extranjeras" tras su elección popular-, está tratando de encontrarle pies y cabeza a la nacionalización boliviana del conglomerado petrolero de Brasil, llevada a cabo por el amigo de Lula en La Paz, el también izquierdista Evo Morales.

Debo decir que la explosión dentro de los muy de moda gobiernos izquierdistas en América Latina tiene algo en común con las reuniones de la Liga Arabe, en las que las promesas de unidad siempre se ven rebasadas por argumentos de odio. No es de extrañar que Folha de Sao Paulo tituló la nota "Las Arabias".

¿En verdad puedo hacer que ese lugar me deje? ¿O es que Medio Oriente mantiene en su puño a sus víctimas, haciéndoles volver la cabeza justo en el momento en que uno piensa que estará seguro, inmerso en una ciudad que está a un mundo de distancia de Arabia?

Después de dos días en Brasil recibí un paquete de correo de la oficina en Londres y me acurruqué en la cama para leer mis cartas. La primera es de Peter Metcalfe, de Stevenage, quien me adjuntó una página fotocopiada del libro "Los siete pilares de la sabiduría", de Lawrence de Arabia. Lawrence escribe sobre el Irak de los años 20, el petróleo y el colonialismo.

"Pagamos demasiado por estas cosas, cuyo precio es honor y vidas inocentes", dice. "Fui al Tigris con 100 originarios del condado inglés de Devon... Unos tipos encantadores, llenos de poder, alegría, y de la capacidad de hacer felices a mujeres y niños. Observándolos, uno podía sentir vívidamente lo grandioso que es ser uno de ellos, ser inglés. Pero estábamos moldeando a miles de ellos con fuego para encarar la peor de las muertes. No para ganar una guerra, sino para que el maíz, el arroz y el petróleo de Mesopotamia pudiera ser nuestro."

Al día siguiente, mi periódico brasileño mostró la imagen de un soldado estadounidense tirado en una calle de Bagdad; le había estallado una bomba en el camino. Ciertamente, lo moldeamos al fuego para encarar la peor de las muertes.

En mi correo venía también una misiva de Antony Lowenstein, viejo amigo mío, periodista de Sydney. Me envió un editorial de The Australian, que dejó de ser uno de mis diarios favoritos en vista de que no deja de batir tambores por George W. Bush.

Pero escuchen esto: "Hace tres años tropas de elite australianas luchaban en el desierto occidental de Irak para neutralizar los lugares donde se producían misiles Scud. Ahora, tres años más tarde, sabemos que en el momento en que nuestros hombres arriesgaban la vida enfrentando a las fuerzas de Saddam Hussein, barcos cargados de trigo australiano arribaban a los puertos del Golfo Pérsico y su contenido era descargado y enviado a Irak a través de una compañía jordana que le pagaba coimas a... Saddam Hussein".

Recuerdo que una de las razones que el primer ministro australiano John Howard dio como justificación para ir a la guerra contra Irak era que el régimen de Hussein era "corrupto". El jamás ha dicho que nunca se encontraron las armas de destrucción masiva, pero ¿quién era el que estaba corrompiendo?"

Así, me preparé para salir del hotel Maksoud Plaza de Sao Paulo. ¿Maksoud? En árabe significa "el lugar al que uno regresa". Y, desde luego, el dueño es brasileño-libanés. Reviso mi itinerario. "Sao Paulo/Francfort/Beirut", dice mi boleto. Sigo en ese ritmo ineludible.

© The Independent

Traducción: Gabriela Fonseca


The long shadow of the United States

America set up military bases in the north of Brazil without waiting for authorisation

By Robert Fisk
"The Independent". GB. 05/13/2006

Strange things happen when a reporter strays off his beat. Vast regions of the earth turn out to have different priorities. The latest conspiracy theory for the murder of ex-Lebanese prime minister Rafiq Hariri—that criminals involved in a bankrupt Beirut bank may have been involved—doesn’t make it into the New Zealand Dominion Post.

And last week, arriving in the vast, messy, unplanned city of Sao Paulo, it was a Brazilian MP corruption scandal, the bankruptcy of the country’s awful airline Varig—worse, let me warn you, than any East European airline under the Soviet Union—and Brazil’s newly nationalised oil concessions in Bolivia that made up the front pages.

Sure, there was Iranian President Ahmadinejad’s long letter to President Bush—"rambling", the local International Herald Tribune edition called it, a description the paper’s headline writers would never apply to Mr Bush himself—and a whole page of Middle East reports in the Folha de Sao Paulo daily about the EU’s outrageous sanctions against the democratically elected government of "Palestine"—all, alas, written from wire agencies.

But then in steps Brazil with its geographical immensity, its extraordinary story of colonialism and democracy, the mixture of races in Sao Paulo’s streets—which outdoes the ethnic origins of the occupants of any Toronto tram—and its weird version of Portuguese; and then suddenly the Middle East seems, a very long way away.

Brazil? Sure, the Amazon, tropical forests, coffee and the beaches of Rio. And then there’s Brasilia, the make-believe capital designed—like the equally fake Canberra in Australia and fraudulent Islamabad in Pakistan—so that the country’s politicians can hide themselves away from their people.

One thing the country shares with the Arab world, it turned out, is the ever constant presence and influence and pressure of the US—never more so than when Brazil’s right-wing rulers were searching for commies in the 1940s and 50s. They weren’t hard to find.

In 1941, a newly belligerent America—plunged into a world war by an attack every bit as ruthless as that of 11 September 2001—had become so worried about the big bit of Brazil that juts far out into the Atlantic, that it set up military bases in the north of the country without waiting for the authorisation of the Brazilian government. Now what, I wonder, does that remind me of?

Well, Washington needn’t have worried. The sinking of five Brazilian merchant ships by German U-boats provoked huge public demonstrations that forced the right-wing and undemocratic Getulio Vargas government to declare war on the Nazis. Hands up those readers who know that more than 20,000 Brazilian troops fought on our side in the Italian campaign right up to the end of the Second World War. Even fewer hands will be raised, I suspect, if I ask how many Brazilian troops were killed. According to Boris Fausto’s excellent history of Brazil, 454 died in combat against the Wehrmacht.

The return of the Brazilian Expeditionary Force helped to bring democracy to Brazil. Vargas shot himself nine years later, leaving a dramatic suicide note which suggested that "foreign forces" had caused his country’s latest economic crisis. Crowds attacked the US embassy in Rio.

Well, it all looks very different today when a left-wing Brazilian leader, Luiz Inacio Lula da Silva—who also found himself threatened by "foreign forces" after his popular election—is trying to make sense of the Bolivian nationalisation of Brazil’s oil conglomerates, an act carried out by Lula’s equally left-wing chum up in La Paz, Evo Morales.

I have to say that the explosion inside Latin America’s fashionable leftist governments does have something in common with meetings of the Arab League—where Arab promises of unity are always undermined by hateful arguments. No wonder one of Folha’s writers this week headlined his story "The Arabias".

But can I let that place leave me? Or does the Middle East have a grasp over its victims, a way of jerking their heads around just when you think it might be safe to immerse yourself in a city a world away from Arabia? After two days in Brazil, my office mail arrives from the foreign desk in London and I curl up on my bed to go through the letters. First out of the bag comes Peter Metcalfe of Stevenage with a photocopied page from Lawrence of Arabia’s "Seven Pillars of Wisdom". Lawrence is writing about Iraq in the 1920s, and about oil and colonialism.

"We pay for these things too much in honour and innocent lives," he says. "I went up the Tigris with one hundred Devon Territorials ... delightful fellows, full of the power of happiness and of making women and children glad. By them one saw vividly how great it was to be their kin, and English. And we were casting them by thousands into the fire to the worst of deaths, not to win the war but that the corn and rice and oil of Mesopotamia might be ours."

My next day’s Brazilian newspaper shows an American soldier lying on his back in a Baghdad street, blasted to death by a roadside bomb. Thrown into the fire to the worst of deaths, indeed. Ouch.

Then in my mail bag comes an enclosure from Antony Loewenstein, an old journalistic mate of mine in Sydney. It’s an editorial from The Australian, not my favourite paper since it’s still beating the drum for George W on Iraq. But listen to this:

"Three years ago ... elite Australian troops were fighting in Iraq’s western desert to neutralise Scud missile sites. Now, three years later, we know that at the same moment members of our SAS were risking their lives and engaging with Saddam Hussein’s troops, boatloads of Australian wheat were steaming towards ports in the Persian Gulf, where their cargo was to be offloaded and driven to Iraq by a Jordanian shipping company paying kickbacks to—Saddam Hussein."

And I remember that one of the reasons Australia’s Prime Minister John Howard gave for going to war against Iraq—he’s never once told Australians that we didn’t find any weapons of mass destruction—was that Saddam Hussein’s regime was "corrupt". So who was doing the corrupting? Ho hum.

So I prepare to check out of the Sao Paulo Maksoud Plaza hotel. Maksoud? In Arabic, this means "the place you come back to". And of course, the owner turns out to be a Brazilian-Lebanese. I check my flying times. "Sao Paulo / Frankfurt/ Beirut," it says on my ticket.

Back on the inescapable beat.

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