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Por Raul Wiener
Argenpress.info, 14 de mayo del 2004
En el 2001, las opciones para los peruanos eran equivocarse con Toledo o equivocarse con Alan García. Pero también en la primera vuelta previa, las alternativas no eran sino equivocarse con Lourdes Flores, con Olivera o con Andrade. En realidad se trataba de votar por alguna forma de error del que después no pudiésemos quejarnos por haber elegido mal. Por eso es que no cabe sino sonreír ante los sabios consejos de nuestros políticos que sostienen que frente al desbarajuste actual y el desgobierno, hay que tener paciencia, respetar la regla y prepararse para una nueva elección, en las que las posibilidades de volver a errar son casi del orden del 100%.
De hecho muchos de los que sostienen que hay que aguantar a Toledo, están pensando en el tipo de paciencia que esperan para ellos cuando les corresponda una posición de mayor poder dentro de este sistema. Su mayor esperanza por cierto es que la próxima vez que nos toque equivocarnos ante las urnas lo hagamos a favor de ellos. Y lo que más esfuerzo hacen por poner a un lado es el concepto que la regla también puede ser discutida y cambiada. Más aún, que esto que pretenciosamente se llamó ’transición democrática’ carecía de sentido si el pueblo iba a ser sujeto al límite de la interpretación toledista de las normas fujimoristas aún formalmente vigentes.
La ’regla’, además, parece limitarse al tiempo de duración. Pero entre el 2000 y 2001, las cadenas se hicieron flexibles y en vez de declararse nulidad de la elección de Fujimori e inválidos por lo menos los actos de gobierno de julio a noviembre, se admitió la figura de acortamiento de mandato, decidida unilateralmente por el dictador acosado y regularizada luego en la mesa de la OEA, teniendo al frente a un parlamento pintado en la pared. La ’constitucionalidad’ de los actos ocurridos entre la elección del 2000 y la del 2001, depende solamente de lo que uno quiera creer. Pero la lección obvia fue que la regla no tiene la rigidez que se pretende, lo que explica que en los dos años y medio nadie haya sabido a ciencia cierta a qué atenerse.
Condenar al Perú a seguir con Toledo hasta el año 2006, bajo el argumento de que no hay una manera de hacerlo, es una mentira deliberada cuya raíz está en el miedo a lo que viene más tarde. Por supuesto que aún en el marco de la hiper-presidencialista Constitución de 1993, están consignadas las causales de vacancia o destitución, en la que nuestro Pachacútec de Cabana ha incurrido con creces : incapacidad moral, delito flagrante, violación constitucional, aunque permanezca sin respuesta la pregunta sobre lo que debería hacerse en caso que la autoridad elegida pierda todo apoyo de sus electores. Pero justamente los que más han estado hablando de las reglas insalvables son los que se han mostrado también más interesados en alterarlas en este caso específico, para que el Congreso no pueda hacer efectiva la vacancia así corresponda, lo que está ocurriendo con el proyecto de elevar la votación hasta los 2/3 del número total del parlamento para decisiones de esta naturaleza. Obviamente la gente se da cuenta y entiende que no es la ley lo invencible, sino los intereses que se cubren detrás de ella.
El punto efectivamente es que la transición de un régimen a otro es una lucha por nuevas reglas. Así lo asumió Fujimori y de ahí el zarpazo radical del 5 de abril del 92. La ambigüedad de la etapa post-fujimorista está concentrada en una profunda indefinición entre lo viejo y lo nuevo. Toledo no es sólo un triste personaje que oscila entre el delirio de grandeza, la esperanza de llevarse una bolsa como la de Fujimori ye el miedo a ser echado a patadas, sino que es también la expresión de una clase política que quiere de todos modos lograr sentarse al mismo tiempo en dos diferentes bancos : el de la ’democracia’ de los 80 y de la ’estabilidad’ de los 90. Lo que desde el punto de vista de la gente significa querer repetir lo peor de los últimos 20 años. Y lo que es más grave aquí es que todo lo que hay a la mano en el escaparate de la política peruana, proyecta en distintas proporciones ese frustrante cóctel.
Por eso es que el tema no es cómo nos esclavizamos a la regla que ni siquiera es evidente, sino como cambiamos el principio del Estado peruano, para reducir los márgenes de seguirnos equivocando en la elección y no poder componer después lo mal hecho. Se me ocurre que entre las cosas prioritarias que una Asamblea Constituyente, un debate nacional y un nuevo pacto de las regiones deberían producir, en la perspectiva señalada, es un sistema de renovación de los cargos electivos, que tiene que ver con reelección (por ejemplo si los que ya han ejercido la presidencia nacional queden excluido de volver a hacerlo ; o si los parlamentarios, presidentes regionales y alcaldes, no puedan ser reelegibles en un período inmediato), revocatorias viables a través de procedimientos de ratificación o censura a mitad de mandato, control de autoridades, fiscalización y calificación de gestiones, remuneraciones de las autoridades elegidas e instancias que las determinan (que uno mismo no se pueda fijar su remuneración), etc.
Asimismo, encontrar la manera de despresidencializar o despersonalizar las altas funciones públicas : presidencia de la república, presidencias regionales, alcaldías, rectorados universitarios y otras. Reconstruir instituciones sobre principios y estructuras colectivas, no en torno a personas. Todo indica que esta es una necesidad nacional para ampliar la base de participación política de la población y erradicar el caudillismo y mesianismo. También creo que ha llegado el momento de hablar sobre la conveniencia de una organización federal del Estado y el territorio que incremente sustancialmente el poder, la autonomía y la disposición de recursos en las regiones. La descentralización tutelada ha fracasado una vez más.
Podría seguir enumerando puntos, pero lo único que quiero destacar es que es urgente encontrar la vía de romper el círculo vicioso que nos lleva a seguir eligiendo dentro de una clase política que repudiamos (error seguro) y sujetos a supuestas reglas que nos obligan a dar vueltas permanentemente en el mismo sitio. El sentimiento de hartazgo y de salirse del esquema está en todas partes. Ya nadie está dispuesto a aceptar que la democracia sea una manera de echar la culpa al pueblo por los desastres de sus gobernantes. Mi idea es que no estamos yendo al despeñadero cuando todavía hay opciones racionales para encauzar la crisis. Pero de que la clase política peruana tiene vocación suicida, a mí no me queda la menor duda. En el 2001, las opciones para los peruanos eran equivocarse con Toledo o equivocarse con Alan García. Pero también en la primera vuelta previa, las alternativas no eran sino equivocarse con Lourdes Flores, con Olivera o con Andrade. En realidad se trataba de votar por alguna forma de error del que después no pudiésemos quejarnos por haber elegido mal. Por eso es que no cabe sino sonreír ante los sabios consejos de nuestros políticos que sostienen que frente al desbarajuste actual y el desgobierno, hay que tener paciencia, respetar la regla y prepararse para una nueva elección, en las que las posibilidades de volver a errar son casi del orden del 100%.
De hecho muchos de los que sostienen que hay que aguantar a Toledo, están pensando en el tipo de paciencia que esperan para ellos cuando les corresponda una posición de mayor poder dentro de este sistema. Su mayor esperanza por cierto es que la próxima vez que nos toque equivocarnos ante las urnas lo hagamos a favor de ellos. Y lo que más esfuerzo hacen por poner a un lado es el concepto que la regla también puede ser discutida y cambiada. Más aún, que esto que pretenciosamente se llamó ’transición democrática’ carecía de sentido si el pueblo iba a ser sujeto al límite de la interpretación toledista de las normas fujimoristas aún formalmente vigentes.
La ’regla’, además, parece limitarse al tiempo de duración. Pero entre el 2000 y 2001, las cadenas se hicieron flexibles y en vez de declararse nulidad de la elección de Fujimori e inválidos por lo menos los actos de gobierno de julio a noviembre, se admitió la figura de acortamiento de mandato, decidida unilateralmente por el dictador acosado y regularizada luego en la mesa de la OEA, teniendo al frente a un parlamento pintado en la pared. La ’constitucionalidad’ de los actos ocurridos entre la elección del 2000 y la del 2001, depende solamente de lo que uno quiera creer. Pero la lección obvia fue que la regla no tiene la rigidez que se pretende, lo que explica que en los dos años y medio nadie haya sabido a ciencia cierta a qué atenerse.
Condenar al Perú a seguir con Toledo hasta el año 2006, bajo el argumento de que no hay una manera de hacerlo, es una mentira deliberada cuya raíz está en el miedo a lo que viene más tarde. Por supuesto que aún en el marco de la hiper-presidencialista Constitución de 1993, están consignadas las causales de vacancia o destitución, en la que nuestro Pachacútec de Cabana ha incurrido con creces : incapacidad moral, delito flagrante, violación constitucional, aunque permanezca sin respuesta la pregunta sobre lo que debería hacerse en caso que la autoridad elegida pierda todo apoyo de sus electores. Pero justamente los que más han estado hablando de las reglas insalvables son los que se han mostrado también más interesados en alterarlas en este caso específico, para que el Congreso no pueda hacer efectiva la vacancia así corresponda, lo que está ocurriendo con el proyecto de elevar la votación hasta los 2/3 del número total del parlamento para decisiones de esta naturaleza. Obviamente la gente se da cuenta y entiende que no es la ley lo invencible, sino los intereses que se cubren detrás de ella.
El punto efectivamente es que la transición de un régimen a otro es una lucha por nuevas reglas. Así lo asumió Fujimori y de ahí el zarpazo radical del 5 de abril del 92. La ambigüedad de la etapa post-fujimorista está concentrada en una profunda indefinición entre lo viejo y lo nuevo. Toledo no es sólo un triste personaje que oscila entre el delirio de grandeza, la esperanza de llevarse una bolsa como la de Fujimori ye el miedo a ser echado a patadas, sino que es también la expresión de una clase política que quiere de todos modos lograr sentarse al mismo tiempo en dos diferentes bancos : el de la ’democracia’ de los 80 y de la ’estabilidad’ de los 90. Lo que desde el punto de vista de la gente significa querer repetir lo peor de los últimos 20 años. Y lo que es más grave aquí es que todo lo que hay a la mano en el escaparate de la política peruana, proyecta en distintas proporciones ese frustrante cóctel.
Por eso es que el tema no es cómo nos esclavizamos a la regla que ni siquiera es evidente, sino como cambiamos el principio del Estado peruano, para reducir los márgenes de seguirnos equivocando en la elección y no poder componer después lo mal hecho. Se me ocurre que entre las cosas prioritarias que una Asamblea Constituyente, un debate nacional y un nuevo pacto de las regiones deberían producir, en la perspectiva señalada, es un sistema de renovación de los cargos electivos, que tiene que ver con reelección (por ejemplo si los que ya han ejercido la presidencia nacional queden excluido de volver a hacerlo ; o si los parlamentarios, presidentes regionales y alcaldes, no puedan ser reelegibles en un período inmediato), revocatorias viables a través de procedimientos de ratificación o censura a mitad de mandato, control de autoridades, fiscalización y calificación de gestiones, remuneraciones de las autoridades elegidas e instancias que las determinan (que uno mismo no se pueda fijar su remuneración), etc.
Asimismo, encontrar la manera de despresidencializar o despersonalizar las altas funciones públicas : presidencia de la república, presidencias regionales, alcaldías, rectorados universitarios y otras. Reconstruir instituciones sobre principios y estructuras colectivas, no en torno a personas. Todo indica que esta es una necesidad nacional para ampliar la base de participación política de la población y erradicar el caudillismo y mesianismo. También creo que ha llegado el momento de hablar sobre la conveniencia de una organización federal del Estado y el territorio que incremente sustancialmente el poder, la autonomía y la disposición de recursos en las regiones. La descentralización tutelada ha fracasado una vez más.
Podría seguir enumerando puntos, pero lo único que quiero destacar es que es urgente encontrar la vía de romper el círculo vicioso que nos lleva a seguir eligiendo dentro de una clase política que repudiamos (error seguro) y sujetos a supuestas reglas que nos obligan a dar vueltas permanentemente en el mismo sitio. El sentimiento de hartazgo y de salirse del esquema está en todas partes. Ya nadie está dispuesto a aceptar que la democracia sea una manera de echar la culpa al pueblo por los desastres de sus gobernantes. Mi idea es que no estamos yendo al despeñadero cuando todavía hay opciones racionales para encauzar la crisis. Pero de que la clase política peruana tiene vocación suicida, a mí no me queda la menor duda.