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24 de septiembre de 2003

FMI y Banco Mundial: La Estrategia Perfecta

 

Por Pablo Dávalos
ALAI-AMLATINA, 22/09/03, Quito.

A inicios de la década de los
ochenta, América Latina entró en la denominada "crisis de la
deuda externa". En esa coyuntura, los mercados financieros
internacionales cortaron abruptamente sus créditos hacia la
región y exigieron su reembolso inmediato, con el agravante
que entre mediados de los años setenta y los ochenta, casi
todos los países de la región habían transformado el
financiamiento de su desarrollo, haciéndolos depender
precisamente de estos mercados financieros internacionales.
Es la década de los "ajustes macroeconómicos" y de la
presencia del FMI en la región. La CEPAL hablará de los
ochenta como la "década perdida". La responsabilidad de esa
década perdida, le cabía en gran medida al FMI y a su esquema
de "ajuste y estabilidad económica".

Pero lo que en un inicio parecía una estrategia destinada a
que los países paguen a sus acreedores externos, sacrificando
incluso toda posibilidad de desarrollo autónomo, y
convirtiéndose en exportadores netos de divisas, se iría
convirtiendo en una especie de "caballo de Troya" de una
transformación más profunda, más sostenida, más consistente,
vale decir, más estructural, no solo de la economía sino de la
sociedad en su conjunto y del Estado.

Detrás de la crisis de la deuda externa se escondía una
estrategia de más largo aliento. Las políticas de ajuste
preconizadas por el FMI eran una especie de avanzada de
medidas más profundas y radicales y que no serían
visibilizadas sino hasta mediados de los años noventa, como
parte de una estrategia denominada como "modernización del
Estado". El rol de "caballo de Troya" de esta "gran
transformación", fue asumido por el Banco Mundial, que se
convirtió en la sombra de las políticas de ajuste del FMI.
Así, ambas instituciones, se constituyen en los ejes
estratégicos, en los clivajes, en los puntos nodales de lo que
sería este cambio estructural.

En efecto, al tenor de esas políticas de ajuste del FMI,
fueron imponiéndose otras medidas que aparentemente nada
tenían que ver con la estabilidad macroeconómica del corto
plazo, ni con el déficit de la balanza de pagos, ni con la
propuesta monetarista para combatir la inflación; en realidad,
se trataba de un conjunto de medidas económicas, políticas e
institucionales, pensadas para actuar al largo plazo y para
lograr cambios profundos en la sociedad y el Estado, son las
medidas que habrían de ser denominadas por el Banco Mundial
precisamente como de "reforma estructural".

John Williamson, a inicios de los noventa, definiría a ese
conjunto de políticas como el "Consenso de Washington", y el
eje fundamental de ese "Consenso" estaba en el cambio del
modelo económico y social hasta entonces vigente. El
"Consenso de Washington" definiría la convergencia hacia una
"agenda mínima" de las multilaterales internacionales, como el
FMI y el Banco Mundial, y regionales como el BID (Banco
Interamericano de Desarrollo), o incluso la CAF (Corporación
Andina de Fomento); agenda estructurada bajo parámetros
establecidos, en lo fundamental, por el Departamento de Estado
Norteamericano.

En esta agenda mínima, constarían al menos diez puntos
básicos: (1) disciplina fiscal; (2) reorientación en la
prioridades del gasto público; (3) reforma fiscal; (4)
liberalización de las tasas de interés; (5) competitividad de
los tipos de cambio; (6) liberalización y apertura comercial;
(7) liberalización de los flujos de inversión extranjera
directa, y de los flujos de capital; (8) privatización; (9)
desregulación; y, (10) seguridad jurídica

El Consenso de Washington busca desarmar, desestructurar,
desmontar el contrato social erigido bajo el esquema del
Estado de Bienestar (Welfare State), y su correspondiente
modelo económico. Un modelo, cabe recordar, en el cual el
Estado jugaba un rol proactivo y fundamental en las decisiones
económicas: diseñando políticas de industrialización y de
sustitución de importaciones, participando activamente en la
asignación de recursos, regulando los mercados, planificando
el largo plazo, definiendo las condiciones de los ciclos de
ahorro e inversión nacionales, incentivando a la demanda
interna, incluso generando empleo; un modelo, cabe destacar,
que de alguna manera había sido una especie de horizonte de
posibilidades para algunos países de la región, y que la CEPAL
lo denominaría como de "industrialización por sustitución de
importaciones".

El nuevo modelo en el cual trabajaban el FMI y el Banco
Mundial y cuyas orientaciones se establecen dentro del
Consenso de Washington, apuntan hacia la transformación del
Estado proactivo y regulador hacia un Estado mínimo, y una
sociedad regulada por las fuerzas del mercado, es decir, un
modelo neoliberal.

Así, el FMI y el Banco Mundial cumplían una especie de rol
estratégico de esta "gran transformación": eran los marcos
institucionales desde los cuales se provocaban cambios
profundos, a veces dramáticos, hacia una nueva forma de
Estado, y por tanto de relación social, marcada por nuevas
relaciones de poder tanto a nivel interno como a nivel global.

Las políticas de ajuste macroeconómico del FMI eran las
premisas que tenían que cumplirse tanto para acceder a
recursos de los mercados financieros internacionales, recursos
fundamentales para financiar el desarrollo nacional, cuanto
para "modernizar" las estructuras económicas, jurídicas,
institucionales y estatales existentes, bajo la denominación
de cumplir la "reforma estructural".

De esta manera, a las políticas de estabilización
macroeconómica del FMI, conocidas también como políticas de
ajuste, se añadirían las reformas estructurales preconizadas
por el Banco Mundial como parte de una sola estrategia. En
una primera fase, sobre todo a fines de los años ochenta, el
FMI y el Banco Mundial muchas veces superponían sus
condicionalidades. Fue la época de la "condicionalidad
cruzada" que se constituyó en el antecedente para la
conformación del Consenso de Washington.

Ahora bien, es necesario visualizar de mejor manera el rol del
FMI y del Banco Mundial en este proceso, porque es gracias a
su acción política y a su discurso tecnocrático que se ha
posibilitado la imposición del nuevo modelo neoliberal, que ha
transformado profundamente al Estado y a la sociedad.

Es una curiosa paradoja de la historia, pero para que el
modelo neoliberal pueda imponerse, sostenerse, y legitimarse,
hasta ahora ha necesitado del Estado. Es gracias a decisiones
tomadas desde el Estado, que se imponen las medidas que a la
larga desarticularán a ese mismo Estado. De ahí que el FMI y
el Banco Mundial hayan caído en la contradicción de adoptar
decisiones desde el Estado pero sin la participación de éste.

La utopía del FMI es que el Presidente de la República tenga
todos los poderes discrecionales para adoptar las medidas de
estabilidad macroeconómica y de reforma estructural sin
depender del Congreso o del sistema político existente, o de
sus instituciones democráticas. El FMI tiene una real
vocación por las dictaduras, porque ellas garantizan la
aplicación del modelo sin restricciones de tipo político, que
pueden constituirse, en última instancia, en riesgos políticos
para la aplicación del ajuste.

De ahí que una de las dificultades de esa relación antitética
entre ajuste y democracia sean los pedidos del FMI por una
mejor gobernabilidad, y el acento puesto por el Banco Mundial
en las reformas que apuntan a consolidar un "buen gobierno", o
gobernabilidad, entendiendo a ésta como la capacidad que
tendría un sistema político democrático de imponer las medidas
de ajuste, estabilización y reforma estructural sin suscitar
resistencias sociales y políticas, o, al menos, tener la
capacidad de neutralizarlas y controlarlas políticamente.

La gobernabilidad vendría a ser la cobertura política a las
reformas estructurales y al ajuste económico. Uno de los
riesgos que estas instituciones visualizan en la imposición
del ajuste y la reforma estructural son las resistencias
sociales, las movilizaciones populares, los levantamientos
masivos en contra de estas medidas. Una sociedad que se
pretenda democrática tiene que procesar estas resistencias,
estas movilizaciones dentro del contexto institucional
existente, pero ese contexto limita enormemente la capacidad
de acción que tanto el FMI como el Banco Mundial exigen a los
gobiernos.

Es desde esas rupturas, desde esos desencuentros entre el
sistema político y la "gran transformación" neoliberal en la
que se hallan empeñados el FMI y el Banco Mundial, que el
"buen gobierno" se constituye como uno de los ejes
concomitantes y correlativos al ajuste y la reforma
estructural. El buen gobierno puede neutralizar, puede
asimilar las resistencias sociales, las movilizaciones
populares y ciudadanas en contra del ajuste y la reforma
estructural, sin afectar a éstas, sin poner en riesgo ni el
sistema político ni la transformación neoliberal.

El buen gobierno, vale decir, la gobernabilidad, es una de las
reflexiones más recientes que han debido ser incorporadas al
ajuste y reforma estructural. Los mecanismos para el buen
gobierno, pueden pasar desde reformas al sistema político que
otorguen amplias capacidades de decisión al Presidente de la
república, limitar el ámbito de acción del Congreso, reducir
la participación social, hasta mecanismos de diálogo, y de
búsqueda de supuestos consensos, esto es, institucionalizar a
los actores sociales susceptibles de provocar rupturas a la
imposición neoliberal.

Pero, habría que comprender también con qué metodologías, cómo
se estructuran, cómo se imponen el ajuste y la reforma
estructural. Estos son procesos complementarios, complejos,
conflictivos. El FMI y el Banco Mundial están obligados a
armonizar, coordinar, consensuar entre ellos los tiempos, las
prioridades, las agendas de los países en los que actúan.
Ello implica una serie de problemas de tipo metodológico y
operativo, y también políticos y discursivos.

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