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23 de julio de 2005

Enfrentarse al imperio

 

Par Arundhati Roy
La Insignia, julio del 2005.

Me han pedido que hable acerca de cómo enfrentarse al imperio. Es una pregunta difícil, y no se me ocurre ninguna respuesta sencilla para contestarla.

Cuando hablamos de enfrentarnos al imperio, lo primero que tenemos que hacer es especificar a qué imperio nos referimos. ¿Se trata del gobierno estadounidense (y sus satélites europeos), del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional, de la Organización Mundial del Comercio y de las grandes empresas multinacionales? ¿O se trata de algo más que todo eso?

El imperio ha propiciado la aparición, en muchos países, de entidades subsidiarias y de peligrosos subproductos, como el nacionalismo, la hipocresía religiosa, el fascismo y, evidentemente, el terrorismo.

Permítanme aclarar lo que quiero decir. La India -la democracia más grande del mundo- es en estos momentos uno de los objetivos primordiales de la globalización promovida por las grandes multinacionales. La Organización Mundial del Comercio trata de abrir como sea su "mercado", con más de mil millones de potenciales clientes. La privatización de los bienes públicos y la creación de grandes empresas son favorecidas tanto por el gobierno indio como por las clases dirigentes del país.

No es mera coincidencia que el primer ministro, el ministro del Interior y el ministro de Privatización de Bienes Públicos de la India -los hombres que firmaron el acuerdo entre el gobierno indio y la empresa Enron, los hombres que están vendiendo la infraestructura del país a las grandes multinacionales, los hombres quieren privatizar el agua, la electricidad, el petróleo, el carbón, el acero, la sanidad, la educación y las telecomunicaciones- sean miembros o simpatizantes del Rashtriya Swayamsevak Sangh, una asociación cultural hindú nacionalista y de extrema derecha que ha alabado públicamente a Hitler y sus métodos.

En la India el desmantelamiento de la democracia se está llevando a cabo con la rapidez y la eficiencia de un programa de ajuste estructural. Por un lado, el proyecto de globalización promovido por las grandes multinacionales desgarra las vidas de los indios, y, por otro, las privatizaciones en masa y las "reformas" laborales dejan a la gente sin tierra y sin empleo. Cientos de agricultores arruinados se suicidan ingiriendo plaguicidas. De todas las regiones del país llegan informes que hablan de muertes a causa del hambre.

Mientras las clases dirigentes indias viajan hacia su destino imaginario, situado en un lugar muy cercano a la cima del mundo, los pobres se hunden, arrastrados por una espiral descendente de delincuencia y caos. Y la historia nos enseña que un clima semejante de frustración y desilusión de ámbito nacional es el campo abonado para la aparición del fascismo.

Los dos brazos del gobierno indio evolucionan al unísono para realizar lo que en términos militares se denomina "un perfecto movimiento de tenazas". Mientras que uno de los brazos se ocupa de vender la India por lotes, el otro, para desviar la atención, dirige un coro desafinado y vocinglero de nacionalismo hindú y fascismo religioso. Lleva a cabo pruebas nucleares, reescribe los libros de historia, quema iglesias y derriba mezquitas. La censura, la vigilancia policial, la suspensión de libertades civiles y los derechos humanos, así como la negativa a considerar ciudadanos indios a los miembros de las comunidades no hindúes que viven en la India, se están convirtiendo en prácticas habituales hoy día.

En marzo de 2002, en el estado de Gujarat, murieron unos dos mil musulmanes en un pogromo apoyado por las autoridades estatales. Las mujeres musulmanas se convirtieron en objetivo especial de las turbas. Muchas fueron desnudadas y violadas en serie antes de ser quemadas vivas. Los revoltosos robaron y quemaron tiendas, casas, fábricas y mezquitas. Más de ciento cincuenta mil musulmanes han tenido que abandonar sus hogares. La base económica de la comunidad musulmana ha sido destruida. Mientras Gujarat ardía, el primer ministro indio, que además de político es poeta, aparecía en la televisión para promocionar su último casete de poemas. En diciembre de 2002 el gobierno que había orquestado la matanza fue refrendado al conseguir una cómoda mayoría en las elecciones estatales. Nadie ha sido castigado por el genocidio. Narendra Modi, artífice del pogromo y que tiene a mucha honra ser miembro del Rashtriya Swayamsevak Sangh, ha iniciado su segundo mandato como jefe del gobierno de Gujarat. Seguramente, si fuera Sadam Husein, cada una de sus atrocidades sería noticia en la CNN. Pero como no lo es -y como el "mercado" indio está abierto a los inversores globales-, la matanza ni siquiera constituye un embarazoso inconveniente. Hay más de cien millones de musulmanes en la India. Una bomba de relojería hace tic tac en nuestro país.

He expuesto todo lo que antecede para demostrar que es un camelo decir que el mercado libre hace caer las barreras entre las naciones. No representa una amenaza para la soberanía nacional, sino para la democracia. A medida que crecen las disparidades entre ricos y pobres, la lucha por monopolizar toda clase de recursos se intensifica. A fin de realizar sus "provechosos negocios" y adueñarse de las plantas que cultivamos, del agua que bebemos, del aire que respiramos y hasta de los sueños que soñamos, las grandes multinacionales que promueven la globalización necesitan disponer de una confederación internacional de gobiernos leales, corruptos y autoritarios en los países pobres, los cuales se encargarán de implantar las reformas impopulares y de acallar los movimientos de protesta. La globalización promovida por las grandes multinacionales -¿no sería mejor, quizá, llamarla de una vez por su verdadero nombre, es decir, el imperialismo?- necesita una prensa que pretenda ser libre. Y necesita tribunales que pretendan administrar justicia.

Mientras tanto, los países del Norte endurecen las condiciones para entrar en ellos y acumulan armas de destrucción masiva. Después de todo, tienen que asegurarse de que sólo se globalizan el dinero, los bienes industriales y de consumo, las patentes y los servicios. No la libre circulación de personas. No el respeto por los derechos humanos. No los tratados que prohíben la discriminación racial, o las armas químicas y nucleares, o las emisiones de gases que provocan el efecto invernadero. Ni, sobre todo, la justicia.

Eso, pues -todo eso-, es el imperio. Esa leal confederación de gobiernos, esa repugnante acumulación de poder, esa distancia cada vez mayor entre los que toman las decisiones y los que han de padecer sus consecuencias.

La lucha por conseguir nuestro objetivo, es decir, por implantar nuestra idea de que otro mundo es posible, debe basarse en eliminar esa distancia. ¿Qué tal es, pues, la resistencia que oponemos al imperio?

Voy a daros una noticia que os animará: es bastante buena. Se han conseguido algunas victorias importantes. Aquí, en América Latina, ha habido varias. En Bolivia tenemos el caso de Cochabamba. En Perú, los sucesos de Arequipa. En Venezuela el presidente Hugo Chávez se mantiene firme, a pesar de los intentos estadounidenses por derrocarlo. Y el mundo observa con atención al pueblo argentino, que intenta hacer renacer a un país de las cenizas de la catástrofe provocada por el Fondo Monetario Internacional.

En la India el movimiento contra la globalización promovida por las multinacionales adquiere cada vez más impulso, y parece que va a convertirse en la única fuerza política capaz de oponerse de un modo real al fascismo religioso.

Por otra parte, ¿dónde estaban el año pasado los brillantes embajadores de la globalización promovida por las grandes multinacionales -Enron, Bechtel, WorldCom, Arthur Andersen-, y dónde están ahora?

Y, evidentemente, aquí, en Brasil, debemos preguntarnos quién era su presidente el año pasado, y quién lo es ahora.

No obstante, somos muchos los que tenemos momentos en los que lo vemos todo negro, momentos de tristeza y desesperación. Sabemos que, protegidos por el dosel cada vez más amplio de la Guerra contra el Terrorismo, los hombres que llevan trajes oscuros trabajan a destajo. Sabemos que, mientras las bombas llueven sobre nosotros y los misiles de largo alcance surcan el cielo, se firman contratos, se registran patentes, se construyen oleoductos, se saquean los recursos naturales, se privatiza el agua y George Bush hijo planea declararle la guerra a Irak.

Si vemos el conflicto como una confrontación cara a cara entre el imperio y quienes nos resistimos a él, podríamos considerar que estamos perdiendo la partida.

Pero hay otra manera de ver las cosas. Cada uno de nosotros, cada uno de los que estamos aquí, a su manera, le ha puesto sitio al imperio.

Todavía no hemos detenido su marcha, ciertamente, pero le hemos quitado el disfraz. Le hemos arrancado la careta. Lo hemos obligado a mostrarse con toda claridad. Ahora está de pie delante de nosotros, en medio del escenario mundial, y podemos ver su bestial e inicua desnudez. El imperio puede ir a la guerra, pero ahora tiene que hacerlo abiertamente, y es demasiado feo para soportar su propio reflejo en el espejo. Demasiado feo, incluso, para que sus propios partidarios acudan en su defensa. No creo que pase mucho tiempo antes de que la mayor parte del pueblo estadounidense se alíe con nosotros.

En Washington se manifestaron doscientas cincuenta mil personas para oponerse a la guerra contra Irak. El movimiento de protesta crece sin cesar. Antes del 11 de septiembre de 2001 los Estados Unidos tenían una historia secreta. Secreta, sobre todo, para su propio pueblo. Pero ahora los secretos estadounidenses se han convertido en parte de su historia, y ésta es de dominio público. Se habla de ella incluso en la calle.

Hoy día sabemos que todos los argumentos que se utilizan para convencernos de la necesidad de declararle la guerra a Irak son falsos. Y la mentira más grande de todas es que el gobierno de los Estados Unidos obra impulsado por el deseo de llevar la democracia a ese país. Sabemos muy bien que matar a la gente para salvarla de la dictadura o la corrupción ideológica es un deporte que el gobierno estadounidense practica desde hace muchos años. Aquí, en América Latina, lo sabéis mejor que nadie. Es muy cierto que Sadam Husein es un cruel dictador y un implacable asesino (cuyos peores excesos, por cierto, fueron apoyados por los gobiernos de los Estados Unidos y Gran Bretaña). Y es muy cierto que los iraquíes estarían mucho mejor si se vieran libres de él.

Pero no es menos cierto que el mundo estaría mucho mejor si se viera libre de un tal señor Bush. De hecho, es mucho más peligroso que Sadam Husein.

¿Deberíamos, por lo tanto, bombardear la Casa Blanca para echar de ella al señor Bush?

Es evidente que el señor Bush ha decidido declararle la guerra a Irak, sin hacer caso de los hechos ni de la opinión pública internacional. Y, en su esfuerzo por conseguir aliados, los Estados Unidos están dispuestos a inventarse los hechos que sea. La confusa y desconcertante intervención de los inspectores de armamento, que tantos dimes y diretes ha originado, es una concesión ofensiva e insultante del gobierno estadounidense a una forma retorcida de etiqueta internacional. Es como dejar abierta la puerta de la perrera para que algún "aliado" de última hora, o incluso las Naciones Unidas, entre arrastrándose por ella. Pero, a todos los efectos, la nueva guerra contra Irak ya ha comenzado.

¿Qué podemos hacer?

Podemos aguzar la memoria y aprender de nuestra historia. Podemos seguir explicando los hechos hasta que la opinión pública contraria a la guerra se convierta en un clamor ensordecedor.

Podemos convertir la guerra contra Irak en un escaparate de los excesos del gobierno estadounidense.

Podemos desenmascarar a George Bush hijo y a Tony Blair -así como a sus aliados- y demostrarle al mundo que no son más que unos cobardes que matan a niños, envenenan el agua y envían a sus bombarderos a realizar misiones de largo alcance. Podemos reinventar la resistencia pasiva y la desobediencia civil de un millón de maneras diferentes. En otras palabras, tenemos a nuestra disposición un abanico casi infinito de posibilidades para convertirnos en un incordio colectivo para el imperio.

Cuando George Bush hijo dice: "O estáis con nosotros o con los terroristas", podemos responderle: "No, gracias." Podemos hacerle saber que los pueblos del mundo no necesitan escoger entre un Mickey Mouse malevolente y unos ulemas que se han vuelto locos.

Nuestra estrategia debería consistir no sólo en enfrentarnos al imperio, sino también en asediarlo. Privarlo de oxígeno. Avergonzarlo. Burlarnos de él. Con nuestro arte, nuestra música, nuestra literatura, nuestra obstinada porfía, nuestra alegría, nuestra mente, nuestra inflexible oposición y, sobre todo, nuestra capacidad para contar nuestras propias historias. Unas historias que son diferentes de las que tratan de hacernos creer para lavarnos el cerebro. La revolución que promueven las grandes multinacionales fracasará si rehusamos comprar lo que nos quieren vender: su manera de pensar, su versión de la historia, sus guerras, sus armas, la idea que tratan de imbuirnos de que es inevitable que su visión del mundo se haga realidad. Hay algo que no debemos olvidar: somos muchos, y ellos, pocos. Nosotros no los necesitamos, y ellos nos necesitan.

(*) Capítulo del libro de la autora Retórica bélica. Traducción de Francesc Roca. Barcelona, Anagrama, 2005. 200 p. Este fragmento es un discurso pronunciado en enero de 2003 en el Foro Social Mundial, realizado en Porto Alegre (Brasil). Reproducido con permiso de la editorial en México.

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