Accueil > Notre Amérique > Frère Indigène > El destino de los abuelos tobas en Argentina.
Por Carlos del Frade (APe - TMO)
Pelota de Trapo. Argentina, 12 de diciembre de 2007.
La noticia dice que don Fernando López, un anciano toba de 83 años, murió como consecuencia de una serie de desidias acumuladas en su propio cuerpo. Primero, desnutrición ; después, indolencia a la hora de atenderlo en un hospital en donde se cayó y golpeó letalmente su cabeza sin que nadie lo advirtiera. Cuando ingresó al llamado Hospital Perrando pesaba un poco más de veinticinco kilos.
Veinticinco kilos, la mitad de una bolsa de papas. Y menos de la tercera parte de los años que venía peleando.
Los abuelos tobas enseñaban a vivir.
Reunidos alrededor del fuego, interpretaban los sueños de los más jóvenes y creían ver en ellos algunas señales en torno al presente comunitario.
Los abuelos eran los maestros.
Porque eran los portadores de la memoria del pueblo, de las migraciones y las luchas contra los invasores que venían de distintos lugares.
Los abuelos eran cuidados por los que tenían menos años porque los ayudaban a crecer lo mejor posible.
Así pasaba entre los tobas, los guaraníes, los mapuches y la mayoría de los primeros habitantes de la tierra que después se llamó la Argentina.
Lo que ahora hay parece formar de otra realidad.
De un universo ajeno y casi opuesto a lo que fue durante centurias.
Los abuelos tobas, ahora, mueren marcados por el desprecio y la indiferencia de un sistema levantado sobre las ruinas de aquellas comunidades que respetaban todas las formas de vida.
La noticia dice que don Fernando López, un anciano toba de ochenta y tres años, murió como consecuencia de una serie de desidias acumuladas en su propio cuerpo.
Primero, desnutrición ; después, indolencia a la hora de atenderlo en un hospital en donde se cayó y golpeó letalmente su cabeza sin que nadie lo advirtiera.
Pero es necesario conocer algunos detalles de la ferocidad que adquiere el ninguneo del sistema : cuando Fernando López ingresó al llamado Hospital Perrando pesaba un poco más de veinticinco kilos.
Veinticinco kilos, la mitad de una bolsa de papas.
Veinticinco kilos, menos de la tercera parte de los años que venía peleando. También es preciso agregar que si Fernando no hubiera ido a los medios de comunicación chaqueños tampoco hubiera logrado ser atendido en el nosocomio estatal porque las autoridades se negaban a recibirlo.
Ahí estaba el abuelo toba cuando ’se cayó de la cama’. Como si nadie hubiera podido evitarlo. Su hija lo encontró con ’un enorme golpe en la cabeza’.
La mujer agregó una amarga y esperable conclusión : ’Porque somos aborígenes somos discriminados. Ese hospital es un matadero. No hay atención, esa es la verdad. A veces yo me iba y encontraba el jarro de leche en la mesita, no le daban la leche y el no podía tomar solo’, dijo la hija del anciano.
Pero el caso de López no fue el único que presenta la historia reciente del hospital Perrando. También le pasó a Mabel Pino Fernández, otra mujer toba que ingresó por desnutrición y después de tres semanas no pudo suspender su viaje a otro lugar del universo.
No es que el hospital sea un campo de exterminio sino que es un eslabón más en la larga cadena de desprecio contra los dueños históricos de la tierra y sus antiguos sabios, los abuelos de la comunidad.
El destino impuesto contra los viejos tobas no parece ser diferente al planificado contra las mayorías populares. Habrá que saber cuándo será el tiempo de recuperar la sensibilidad y, como consecuencia, la libertad y las sabidurías pisoteadas.