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15 octobre 2025

Cultura Mapuche :
« La ovación a la tierra »

par Carina Carriqueo*

 

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La música indígena está asociada al paisaje, al entorno en el que uno vive. Los sonidos naturales de la niñez quedan guardados en el alma y se convierten en una sonoridad identitaria. Se expresa en el aire, con la ayuda del viento, el agua, los animales, recordando las voces con los que uno creció, y el canto se unifica con la tierra imitando esos sonidos. Cuando los objetos se percuten entre sí, cumplen la función de ahuyentar a los malos espíritus y para eso están las kaskawilla.

Los chaway, los aros mapuche, como el resto del ajuar femenino, tienden a sonar cuando la mujer camina. Más allá de la elegancia con que luce sus prendas, las planchas de metal al golpear entre sí, también espantan el mal. La palabra kaskawilla es una deformación de cascabel. En la ceremonia de sanación le da fuerza a la persona para afrontar su vida de machi, un sanador o sanadora del cuerpo y del espíritu que llena el aire con su sonido, agitándolas mientras habla con los antepasados.

Es uno de los símbolos de la femineidad, junto con la flor de copihue y es que están emparentadas por una historia. Es cierto que las leyendas mapuche nacen de la tragedia y el horror, pero de alguna forma había que contar la verdad oculta. La flor tiene su sonido propio, su canto de flor, y su forma es acampanada. Según contaba la abuela Ana Quilaqueo, Tres Pedernales, atrapa el sonido de la lluvia, del río o de una cascada. Es el agua la fuente de vida y lo que el cuerpo necesita para vivir.

La leyenda cuenta que con la llegada de los invasores españoles aconteció un episodio que se transmite aún de boca en boca. Sus pétalos rojos son la sangre derramada de dos jóvenes capturados por los wingka. Después de emboscarlos en el bosque, a él lo mataron sin piedad y a ella intentaron violarla, pero se resistió con todas sus fuerzas, entonces los blancos lastimaron sus genitales para que muriera desangrada. Sus cuerpos absorbidos por la tierra se convirtieron en hierbas y flores. Ella es la flor de copihue [1] y él quedó convertido en ñancolahuén, una hierba medicinal que se la puede encontrar al pie del copihue. Convertidos en flores, no podían hablar, entonces el copihue comenzó a imitar con sus campanitas el sonido de la cascada, y así nació la primera kaskawilla.

En muchos en territorios profanados se encontraron cascabeles de cobre. En 1534 hay registros de buques transportándolos al continente y el mismo Alonso de Ercilla en 1558 narró cómo los españoles entregaban cascabeles al cacique Tunconabal. En su poema recitó « Un manto de algodón rojo teñido y una poblada cola de raposa, quince cuentas de vidrios de colores, con doce cascabeles sanadores ».

Antes del metal, se confeccionaban de otros materiales como caracoles. Hay una anotación del corsario inglés Francis Drake que en 1578 llegó al Río de la Plata y permaneció unas semanas en el estuario, continuando su viaje rumbo a la Patagonia el 17 de mayo. En su diario de viaje describió el encuentro con los tehuelche diciendo que con él fueron muy amables. Durante las dos semanas que vivió con ellos los vio bailar y cantar al son de lo que a él le pareció una matraca. El instrumento estaba hecho de corteza de árboles rellenos con piedrecitas, cocidos con intestinos de avestruz pintados, decorados con tintes naturales.

El pirata necesitaba carne para la tripulación y los locales lo abastecieron. Como agradecimiento, de alguno de sus cofres sacó cascabeles y cornetas, y se los obsequió. El aspecto de los tehuelches, además de altos, le parecieron de aspecto diabólico, cabellos largos y envueltos en cueros. Vaya a saber uno que opinaron los tehuelches de él, que estuvo meses arriba de un barco sin bañarse… Aun así escribió que los nativos no eran seres monstruosos ni bestiales y que parecían ser mucho más generosos que los feligreses de Inglaterra.

Los cascabeles formaban y forman parte de las ceremonias. Se adornaban los caballos, todo lo que se quiera proteger del mal augurio, del daño. Los hombres los usaban en los tobillos para asistir al machitún. Cuando la mujer sanadora subía al réwe, la escultura de madera escalonada para entrar en trance, ella tocaba su kultrún, su tambor de mano, hasta que consideraba que había hecho su trabajo. Algunas veces se dejaba caer desde lo alto sobre una manta que sostenían los jóvenes para que no se golpee. El agua era fundamental para su recuperación, mientras los jóvenes danzaban haciendo sonar las kaskawilla, envolviéndola en un chamal sonoro para protegerla.

A los naturalistas, exploradores y religiosos les fue imposible entender el significado y la relación de lo espiritual con lo instrumental. El polaco Ignacio Domeyko, que pasó por Argentina en 1838 de camino a Chile, dijo que el indio araucano era un ser antimusical y parecía tener poca aptitud para las bellas artes. Que por lo que había escuchado, su canto era una especie de recitativo sin melodía ni consonancia, como su elocuencia, una especie de canto destemplado y monónoto.

En el siglo XIX las kaskawilla eran tan valiosas que se entregaban a los padres de la novia. La ceremonia de casamiento consistía en espantar con el sonido a los espíritus del mal. Una fiesta de casamiento consistía en que la recién casada se mostrara con todas sus joyas y elegantemente cabalgara en grandes círculos sobre su caballo blanco pintado con rayas azules. Ella debía confeccionar su yol yol, una faja con dedales que le ponía en el cuello al animal. El varón hacía lo mismo en un colorado al que le pintaba rayas blancas, y lo adornaba con una prawe, una faja con cascabeles y plumas.

También en la ceremonia de iniciación de los jóvenes, era costumbre que los chicos que vivían en Gullumapu, Chile, cruzaran la cordillera hasta estas tierras, no solo para culminar su ritual con una celebración al ritmo de las kaskawilla, sino que también debían encontrar su piedra de poder, que conservaba durante toda su vida.

Costumbres que al naturalista George Muster no le agradaron ni un poquito, fue hospedado en las tolderías y se fue criticando la algarabía de sonidos de kaskawilla y cantos. Escribió despectivamente que un día se habían puesto a marchar cantando alrededor de los palos plantados. Obviamente era difícil explicarle al blanco que los palos eran para marcar el réwe, el lugar más puro en una ceremonia, donde mediante los sonidos se ahuyenta a los malos y se invoca a los buenos. De las mujeres dijo que acompañaban con encantamientos y aullidos horrorosos, en referencia al tail, el canto onomatopéyico del paisaje.

Sobre el canto circular, cortito y que se repite en números pares, el botánico sajón Eduard Poepping fue otro de los que se llevó una mala impresión sobre la expresión musical de las Primeras Naciones. En 1827 cumplió su sueño de explorar el sur de los Andes y al visitar varias tribus, después de indagar sobre la flora local y recoger especies para su colección, escribió que « parece que carecen de afición por la música, pues jamás se descubre un instrumento sonoro de sus chozas ». Cruzando un arroyito, el caballo pisó mal y en ese accidente el agua le llevó las muestras de flores, sus instrumentos y sus libros.

Ni hablar de lo mal que lo pasaron los misioneros como Sánchez Labrador, que constantemente debía recordarles a los indígenas que absolutamente todo lo que hacían no era bien visto por su dios. Presenció con gran enojo ceremonias de curación, donde se usaban cascabeles, y no solamente los hacían sonar fuerte, sino que toda la familia tenía muchos y el sonido era para quitar la enfermedad de alguno.

Los religiosos persuadían con cualquier cosa con tal de que se terminaran esos actos que para ellos eran mero paganismo. Algunas veces la tribu entera se ponía de acuerdo para hacerle creer al misionero que acataban la nueva religión, pero una noche cualquiera, se reunían en secreto para sanar a un enfermo y por más que se ocultaban en la sombra de los bosques, de lejos se oían los kultrún y las kaskawilla. Labrador escribió que era una vocinglería del hechicero con su tambor y sus cascabeles, que impedían que se aprendieran de una vez por todas el padre nuestro.

Todos los misioneros escribieron en un tono burlón sobre las costumbres locales. Otro fue Thomas Falkner, quien solo habló del « ruido » de calabazas llenas de caracoles y cascabeles. Dijo « estoy bien seguro que todos ellos o la mayor parte no creen en esta tontería ». Para los funerales infantiles, las kaskawilla se ataban a hilos de lana y se hacían girar en el aire como un sonajero eólico, para que el niño pudiera transitar a la otra vida con las almas puras de sus ancestros. En cambio, en la muerte de un longko, luego de envolverlo en su mejor manta laboreada, las ancianas hacían sonar los cascabeles atados a una caña, del tamaño de un bastón.

En 1926 nació Maguer, un tehuelche que fue anotado con el nombre de Luis Cuaterno. Él conservó hasta su muerte un cascabel que había sido parte de su ajuar de bailarín. Al ritmo de los instrumentos, Maguer danzaba con los pies y el torso desnudos sobre la tierra, un baile dedicado a ella. Cruzaba su pecho la faja de lana con cascabeles y las plumas. Bailaba en círculos espantando todo mal. Sobre su espalda y sostenido con ambas manos iba su kai, el manto de cuero de luan, de guanaco. Extendiendo de vez en cuando los brazos, cerrándolos acurrucados al pecho y así, el viento levantaba polvo de tierra celebrando a los ancestros.

El sonar de kaskawilla es el hablar del agua de las lagunas, las gotitas de la lluvia, el arroyo manso que en verano se acrecienta. Es la femineidad espantando al malvado espíritu de la violencia y, una vez limpio el aire, se convierte en aclamación a la llegada de la adultez, de la unión entre dos almas.

Su sonoridad es la ovación a la tierra por darle a uno la chance de vivir.

Carina Carriqueo* para Página 12

Página 12. Buenos Aires, 19 de septiembre de 2025

*Carina Carriqueo, cantante, autora y divulgadora de la cultura mapuche. Página oficial

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