Portada del sitio > Imperio y Resistencia > Bloques regionales > MERCOSUR > Cuando el Mercosur agoniza, nuevos aportes de la experiencia europea.
Eduardo Duhalde y Luiz Inácio Lula Da Silva se encontrarán en las próximas horas para discutir qué hacer con el Mercosur. Es verdad que las experiencias de unas sociedades son diferentes a las de otras, pero los progresos de la Unión Europea resultan siempre inspiradores sobre cómo construir un espacio común. Es lo que debe rescatarse del siguiente artículo, en el que se exponen instancias para minimizar las diferencias y la búsqueda de una Constitución Paneuropea, frente a un Mercosur casi agonizante. Carlos Ben o algún otro colaborador de Duhalde, debería imprimir este artículo y dárselo a quien elabora las estrategias argentinas para que lo lea y guarde.
Por Ana Palacios(*)
Atrapada en la dialéctica de lo imposible y lo indispensable. Así ha sido descripto el desafío al que se enfrenta la Convención sobre el futuro de Europa para llevar a cabo la tarea que le encomendaron los jefes de Estado y de gobierno en Laeken en diciembre de 2001.
Conciliar la posición de 15 Estados miembros y 13 candidatos, en pie de igualdad, representados tanto por sus gobiernos como por sus Parlamentos, a los que hay que añadir los delegados del Parlamento Europeo y de la Comisión en una asamblea que reúne a más de 100 personas, parecía, en efecto, en un primer momento una misión imposible. Sin embargo, los primeros resultados obtenidos tras 10 meses de trabajos permiten albergar fundadas esperanzas sobre el éxito final de su misión.
La Convención no es fruto de la casualidad ni del azar. Los jefes de Estado y de gobierno tomaron la decisión de convocarla con el fin de preparar una ambiciosa reforma de los tratados. Actuaron así conscientes de que la inminente ampliación, la mayor y más difícil que jamás ha conocido la Unión Europea, y el hecho de que tras la introducción de la moneda única la UE se enfrentaba al reto de organizarse para actuar en ámbitos que afectan directamente al núcleo de la soberanía de los Estados (política exterior, política de defensa y asuntos de justicia e interior), hacían imperativo un nuevo método de reforma de los tratados que fuera capaz de implicar de forma más directa a los ciudadanos.
La Convención es, pues, revolucionaria en cuanto a su origen, en la medida en que supone un reconocimiento de que en la etapa actual del proceso de construcción europea, las conferencias intergubernamentales no pueden ser ya el único y exclusivo método para la reforma de los tratados.
La integración europea ha alcanzado un nivel de desarrollo en el que la vida cotidiana de los ciudadanos se ve afectada de tal manera que no es posible seguir avanzando mediante los procedimientos clásicos. Del consenso permisivo que hasta ahora había caracterizado a la forma de hacer Europa, traducido en la aceptación pasiva por los ciudadanos de las sucesivas reformas, tenemos que pasar a su participación activa, y para hacer esto posible, la Convención, con una composición que refleja adecuadamente las diferentes legitimidades que coexisten en la UE, constituye el marco adecuado. Sólo así puede plantearse una reforma en profundidad de las bases jurídicas e institucionales en las que se asienta la Unión.
¿Cuál es el balance de los trabajos realizados hasta ahora por la Convención? Diez de los 11 grupos de trabajo creados han elevado ya sus conclusiones, que han sido objeto de discusión en el plenario. Únicamente está pendiente la finalización de las discusiones del grupo recientemente creado sobre política social que transmitirá sus conclusiones a finales de enero de 2003. El capítulo institucional se abordará en la última fase.
Una Constitución para los ciudadanos europeos
La Convención ya ha dado frutos y nadie duda de que será un éxito. Hace un año hablar de una Constitución europea era considerado algo utópico, o algo que, en el mejor de los casos, suscitaba una sonrisa; hoy, es un objetivo asumido por todos. Éste es uno de los principales méritos de la Convención.
Otro mérito es que, si hasta hace poco la integración europea se asociaba casi exclusivamente al mercado común, a partir de ahora se asocia fundamentalmente con ciudadanía europea y con la Constitución.
No es, pues, extraño que algunos califiquen este proceso de "refundación" o de "constituyente" de la UE. Ahora bien, no confundamos a los ciudadanos europeos, evitemos caer en complacencias autocríticas a las que somos tan dados los europeos, hipercríticos, devoradores de nuestros propios éxitos.
Si el objetivo de una Constitución europea es hoy asumido por todos se debe, frente a lo que algunos sostienen, no en razón de lo que la Unión aún no es y debería ser, sino precisamente por lo que ha conseguido ser: los logros de la construcción europea en estos últimos cincuenta años son impresionantes en términos de contribución a la paz y la estabilidad, el desarrollo económico, la modernización y el afianzamiento de la democracia y de los derechos humanos. No es otro el "secreto europeo", que la razón por la que los países llaman a nuestra puerta: la legitimación por la eficacia.
El pasado 28 de octubre se presentó al plenario un anteproyecto que contenía lo que se ha denominado "el esqueleto del futuro tratado constitucional de la Unión". La fase siguiente y definitiva será "rellenar" ese esqueleto a partir de las conclusiones y propuestas aportadas por cada uno de los grupos de trabajo. Queda aún, mucho por hacer, y será complicado, sin duda, alcanzar un acuerdo en todos los aspectos, pero el balance de los trabajos realizados hasta ahora nos obliga a ser optimistas.
El anteproyecto de tratado ha sido considerado como una buena base de trabajo. Supone una respuesta inicial al consenso que ha emergido en el seno de la Convención a favor de la elaboración de un tratado único de naturaleza constitucional que reemplace a los actuales, y que aparece como posible una vez que la idea de reconocer expresamente la personalidad jurídica única de la Unión es aceptada por todos.
Este reconocimiento de una personalidad jurídica única de la Unión permitirá la fusión de los tratados y su modificación allí donde se considere necesario. Este documento único, aunque formalmente será un tratado internacional, tendrá una naturaleza y contenido de marcado carácter constitucional, y podrá así ser percibido y considerado por los ciudadanos como una verdadera Constitución europea.
El anteproyecto presentado por el presidium opta por un tratado único dividido en dos partes, en el que la primera contendría las disposiciones de carácter constitucional, mientras que en la segunda se regularían las diferentes políticas comunitarias. No obstante, sería un error adoptar un enfoque formalista que, inspirándose en la teoría constitucional clásica, desconociera la necesidad de mantener el equilibrio entre la dimensión material y la institucional de la UE. No puede ignorarse que políticas como el mercado interior, política agrícola común (PAC) y la cohesión económica y social constituyen el fundamento básico en el que se sustenta el propio proceso de construcción europea y que, por tanto, sus rasgos fundamentales deben ser objeto de regulación en el futuro tratado con idéntico rango constitucional al de las disposiciones orgánicas.
Ciertamente, la adopción de esta Constitución plantea una cuestión fundamental. La abrogación de los antiguos tratados requiere la unanimidad de los Estados miembros, pero la nueva Constitución podría no ser ratificada por todos. ¿Qué ocurriría con los Estados que no ratifiquen el nuevo texto? Al abordar esta cuestión tan delicada será necesario buscar fórmulas que permitan conciliar la necesidad absoluta de no propiciar una nueva fragmentación en Europa (cuando el objetivo prioritario de la operación en curso es precisamente poner fin a la separación sufrida por nuestro continente durante medio siglo) y, al mismo tiempo, no permitir que por el bloqueo de una minoría, o incluso de un solo Estado miembro, pueda frustrar todo el proceso en marcha.
No sería posible hablar de Constitución, sin la incorporación de la Carta de Derechos Fundamentales en el nuevo texto. España ha defendido con vigor la conveniencia de reconocer el carácter jurídico vinculante a la Carta desde su proclamación en Niza y, por ello, consideramos que ésta debe incorporarse, preferiblemente en su integridad, en la parte principal del tratado constitucional.
Subsidiariedad y clarificación de competencias
El grupo de trabajo consagrado a la subsidiariedad ha llegado a la conclusión de que es necesaria una mayor participación de los Parlamentos nacionales en el control de este principio que, por un lado, inspira el sistema de reparto de competencias entre la Unión y los Estados miembros y, por otro, modula su ejercicio.
La propuesta de establecer un mecanismo de alerta precoz, en virtud del cual la Comisión transmitiría sus propuestas a todos los Parlamentos nacionales que dispondrían de seis semanas para decidir si éstas son contrarias al principio de subsidiariedad, es objeto de un acuerdo casi unánime. Si un número significativo de Parlamentos nacionales estima que la propuesta de la Comisión vulnera el principio de la subsidiariedad, la propuesta podrá ser retirada, modificada e incluso mantenida, lo que podría acarrear que se acudiera al Tribunal de Justicia, a quien en última instancia corresponde el control jurídico de dicho principio.
Por el contrario, las conclusiones alcanzadas por el grupo de trabajo sobre reparto de competencias no parecen haber alcanzado el suficiente nivel de consenso que permita una clarificación de esta compleja cuestión. Si bien hay acuerdo unánime en reafirmar el carácter constitucional de los principios de atribución, subsidiariedad y proporcionalidad, las diferencias subsisten cuando se trata de definir el alcance que debe tener este ejercicio de clarificación del reparto de competencias.
España no aceptaría que, por vía indirecta, se estableciese en la práctica un sistema de listas de competencias, lo que ya fue rechazado en su día por el plenario de la Convención y que sería incompatible con el enfoque finalista propio del método comunitario en el que se ha basado en gran parte el éxito de la construcción europea.
La gobernanza económica
El plenario de la Convención ha tenido ya la oportunidad de debatir los resultados de los trabajos del grupo sobre el gobierno económico de la Unión que no pudo llegar a conclusiones comunes dada la divergencia entre los que consideran que una mayor coordinación de las políticas económicas de los Estados miembros requiere un incremento de las competencias y de la participación de la Comisión y del Parlamento Europeo en estas materias y quienes, por otro, consideran que esta coordinación es responsabilidad de los Estados miembros.
Esta misma división viene a coincidir con la que separa a aquéllos que abogan por un mayor desarrollo de la política social en el futuro tratado y quienes consideran que la situación actual refleja el reparto de competencias entre la Unión y los Estados miembros.
En la Convención se han formulado una serie de propuestas de reformas que podrían ser apropiadas para un compromiso realista: reconocer a la Comisión la capacidad de dirigir una recomendación directamente (sin necesidad de que sea avalada por el Consejo) al Estado miembro al que se desea advertir sobre el riesgo de incumplir sus compromisos relativos al control del déficit público, la exclusión del voto posterior en el Consejo del Estado miembro afectado y la ampliación del número de supuestos en los que el voto debe estar restringido a los Estados miembros que participan en la moneda única.
Hacer más simples los procedimientos
Europa necesita mayor claridad. Los ciudadanos deben poder comprender con facilidad el funcionamiento de las instituciones y las decisiones que éstas adoptan. Para ello es imprescindible no sólo un texto constitucional claro y conciso, sino también una simplificación de los procedimientos y de los instrumentos con los que actúan las instituciones europeas.
En este sentido, las recomendaciones aportadas por el grupo de trabajo correspondiente para la simplificación de las denominaciones de los instrumentos jurídicos y su ordenación jerárquica resultan de gran interés. Una mejor diferenciación entre actos legislativos y ejecutivos permitirá no sólo una mayor eficacia en la labor de las instituciones, sino la posibilidad de ejercer un control democrático más efectivo mediante una mejor delimitación de las responsabilidades de cada institución.
Ahora bien, con ser tan importante la tarea de llevar a cabo la fusión de los tratados en un documento único que clarifique el reparto de competencias, racionalice y simplifique los diversos instrumentos jurídicos y lleve a cabo una adaptación del sistema institucional, los ciudadanos europeos se sentirían probablemente frustrados si no fuéramos capaces de dar una respuesta adecuada a las nuevas demandas que plantean. Hay, en efecto, dos ámbitos en los que necesitamos más Europa. Me refiero al de la acción exterior de la Unión y al de la seguridad interior.
Una acción exterior más coherente y eficaz
Aunque el papel de Europa ha aumentado de forma significativa en la mediación de los conflictos internacionales en los últimos años, es evidente que su liderazgo es aún demasiado débil. Sería ingenuo creer que los cambios institucionales que se aporten en este ámbito serán suficientes por sí mismos para corregir esta situación, si no van acompañados de voluntad política.
Pero la labor de la Convención no puede ser otra que la de proponer unas estructuras y procedimientos que alienten y permitan el desarrollo efectivo de dicha voluntad.
Para ello, primero, es necesario una mejor definición de los objetivos, intereses y principios de la acción exterior de la Unión en el futuro tratado. Segundo, hay que llevar hasta sus últimas consecuencias la lógica de las decisiones adoptadas en el Consejo Europeo de Sevilla (junio 2002), separando en dos formaciones distintas el actual Consejo de Asuntos Generales y de Relaciones Exteriores (Cagre), y estando el nuevo Consejo de Relaciones Exteriores presidido por el alto representante.
Es, asimismo, sin duda perentorio lograr una mayor coordinación y coherencia en la acción exterior de la Unión, utilizando de manera integrada todos los instrumentos de que dispone. Lograr esa coherencia es más una cuestión de mecanismos que de personas, aunque es preciso explorar todas las vías para lograr la mayor sinergia posible entre la labor del alto representante y la del comisario para las Relaciones Exteriores.
A este respecto, se ha puesto sobre la mesa la propuesta llamada del "doble sombrero", conforme a la cual una misma persona desempeñaría ambas funciones. Es una propuesta de muy complicada articulación institucional, pero que merece ser estudiada en el contexto de una solución general para el entramado institucional de la Unión.
Su viabilidad dependerá de que se establezcan garantías suficientes sobre el nombramiento, destitución y dependencia institucional del nuevo alto representante, de modo que no se alterara el equilibrio institucional.
Lo que no puede aceptarse es que a través de esta fórmula se intente una comunitarización de la política exterior de seguridad común (PESC) por la puerta de atrás, ya que ello sería ignorar su lógica intergubernamental y constituiría a la postre, en las condiciones actuales, la mejor receta para frustrar su desarrollo. En suma, creo que sería muy problemático que el alto representante formara parte de la Comisión y, al mismo tiempo, presidiera la nueva formación del Consejo sobre Relaciones Exteriores.
Necesitamos también más Europa en defensa. Es un área extremadamente sensible en la que la posición particular de algunos Estados miembros exige plantearse la conveniencia de acudir a fórmulas de cooperación reforzada. Por eso, es preciso aprobar la extensión de este mecanismo al ámbito militar o de defensa, posición que España ya mantuvo en las negociaciones de Niza.
Los nuevos desafíos y amenazas a los que nos enfrentamos han puesto en primer plano la necesidad de crear un sistema de seguridad común basado en el principio de solidaridad entre los Estados miembros. Por ello, es necesario que de una manera clara se deje constancia que la política exterior de seguridad y defensa (PESD) va más allá del enunciado de las misiones de Petersberg, y que debe incluirse expresamente como objetivos de esta política a la lucha contra el terrorismo y contra las amenazas planteadas por las armas de destrucción masiva.
En esta línea, debería también aceptarse que los Estados miembros del tratado de Bruselas que lo deseen puedan transferir sus compromisos de defensa mutua a la Unión en el contexto de una cooperación reforzada.
Finalmente, también resultaría positiva la creación de una Agencia Europea de Armamentos, para lo que podría de igual modo acudirse al procedimiento de las cooperaciones reforzadas si no fuera posible, como sería deseable, la participación de todos los Estados miembros.
Un espacio de libertad, seguridad y justicia
Existen pocos debates europeos que interesen tanto al ciudadano como los vinculados a la emigración, el terrorismo o el establecimiento de un espacio judicial europeo. Uno de los grandes retos de la Convención, que determinará en gran medida el éxito de su misión, será articular propuestas capaces de conducir a una Europa de la seguridad interior, configurando un verdadero espacio de libertad, seguridad y justicia cimentado en el concepto de un orden público europeo.
Los resultados alcanzados por el grupo de trabajo son muy satisfactorios y reflejan de forma significativa los planteamientos de la contribución que presenté en su día. Hay, no obstante, una serie de sugerencias concretas que hemos apuntado para mejorar la propuesta y que enumero a continuación.
Convendría, en primer lugar, proponer una estructura integrada en un único título del futuro tratado bajo el epígrafe "Espacio europeo de libertad, seguridad y justicia", procediendo a una definición más clara de sus objetivos. Con relación al procedimiento legislativo, debe primar la aplicación de la codecisión y del voto por mayoría cualificada (con una mayor implicación en el plano interno de los Parlamentos nacionales), la armonización de los instrumentos jurídicos con el marco general de la Unión y el derecho de iniciativa compartido entre la Comisión y los Estados miembros.
Debe acentuarse el objetivo de construir una política común en materia de inmigración a través de una base legal explícita en el futuro tratado, asegurando que los Estados miembros tengan el margen de maniobra suficiente para gestionar sus flujos migratorios. Hay que insistir en el reconocimiento de la responsabilidad compartida y en la gestión efectiva de las fronteras exteriores a través de un sistema integrado común.
Uno de los puntos menos ambicioso del informe final es el relativo a la cooperación jurídica en materia civil y mercantil. Queremos que el tratado precise que su objetivo debe ser evitar que la incompatibilidad o la complejidad de los sistemas jurídicos y administrativos de los Estados miembros impidan a los ciudadanos ejercer sus derechos o los disuadan de ejercerlos, así como establecer la cooperación necesaria para el desarrollo de las libertades y de los derechos reconocidos en el marco del tratado.
La propuesta del grupo de trabajo de que se incluya en el futuro tratado el principio del reconocimiento mutuo de las decisiones judiciales en el principio constitucional, supone un reconocimiento expreso de las tesis españolas defendidas desde hace años en esta materia.
Deben extenderse los ámbitos propuestos por el grupo de trabajo en los que conviene llevar a cabo una aproximación de las legislaciones penales de los Estados miembros.
En el ámbito operativo, hay que profundizar en el desarrollo de la cooperación policial dotando de mayores competencias y responsabilidades a Europol y Eurojust. Su coordinación debe reforzarse con el fin de hacer frente mejor a las amenazas de la delincuencia organizada en el conjunto de la Unión. Eurojust debería evolucionar en su momento hacia un órgano central de coordinación de las fiscalías nacionales.
Ahora bien, todas estas propuestas sólo podrán hacerse realidad si reforzamos a la Unión como una comunidad de derecho y si los Estados miembros se responsabilizan de su adecuada puesta en práctica; de ahí la importancia de que, junto al control del cumplimiento de las obligaciones asumidas por los Estados miembros con arreglo a los procedimientos ordinarios de la Unión a través de la Comisión y el Tribunal de Justicia, se implique a los propios Estados miembros mediante un sistema de evaluaciones mutuas.
Una nueva arquitectura institucional
Uno de los retos más difíciles que la Convención abordará en la fase final de sus trabajos es formular una visión coherente de la arquitectura institucional de la Unión. Para salir airosos de dicho desafío será necesario, como ha advertido el presidente Valéry Giscard d’Estaing, superar antiguos debates como el de la querella entre federalistas e intergubernamentalistas, o el de la rivalidad entre la Comisión y el Consejo.
Desde nuestra perspectiva, el principio rector que debe presidir este debate es la defensa del equilibrio institucional, lo que no equivale a mantener una posición inmovilista que rechace por principio cualquier reforma. A menudo se pasa por alto que el sistema institucional europeo, como hoy lo conocemos, es el fruto de una larga evolución y, por ello, muy diferente del inicialmente diseñado. Por otro lado, la perspectiva de una Unión más amplia y heterogénea que aspira al mismo tiempo a continuar profundizando en el proceso de integración, exige unas instituciones más fuertes y eficaces.
La principal característica de dicha evolución ha sido la emergencia, no prevista inicialmente en los tratados, del Consejo Europeo como piedra angular del edificio institucional comunitario. Se trata de una evolución lógica y necesaria a medida que ha avanzado el proceso de integración y ha afectado a áreas vinculadas al núcleo duro de la soberanía de los Estados.
Sobre estas premisas, la idea de limitar el papel del Consejo de Ministros al de mero colegislador, depositando todo el poder ejecutivo en la Comisión, debe ser tan rechazada como la de reducir la autonomía y las competencias de la Comisión convirtiéndola en una mera secretaría o administración. Ambos planteamientos responden a esquemas doctrinarios -federalista o intergubernamental- que destruirían el equilibrio institucional comunitario.
Defender hoy el equilibrio del triángulo institucional supone, en primer lugar, fortalecer el propio Consejo y adaptarlo para que pueda funcionar con eficacia en una Unión de 25 o más miembros. Ello supone, en primer lugar, respetar el acuerdo sobre la reponderación de votos que se alcanzó en Niza y que sería irresponsable cuestionar ahora.
En segundo lugar, es difícilmente discutible que en una Unión de 25 y más miembros, el sistema de rotación semestral actual de la presidencia ya no sea viable, por lo que debe sustituirse por un sistema de presidencias en equipo y por la elección de un presidente del Consejo Europeo por un mandato suficientemente largo, como ya lo tienen la Comisión y el Parlamento, para garantizar la continuidad y visibilidad de su acción.
España propone que el sistema actual se sustituya por otro de presidencias en equipo en el que cinco o seis Estados miembros desempeñen una presidencia colectiva durante un periodo de, aproximadamente, dos años. El reparto de puestos o carteras dentro de cada equipo presidencial habrá de hacerse por consenso entre sus miembros.
Lo ideal sería que cada periodo presidencial coincida con la duración de uno de los programas plurianuales estratégicos cuyo establecimiento se acordó en el Consejo Europeo de Sevilla.
La Comisión debe ser, asimismo, fortalecida para que pueda continuar siendo el motor de la integración a través de sus prerrogativas de iniciativa legislativa exclusiva en el ámbito comunitario, guardiana de los tratados (con funciones cuasi jurisdiccionales en algunos ámbitos, como en la política de la competencia) y ejecutora de las decisiones del Consejo cuando, como es norma, así lo decide éste. Su carácter independiente y de defensora del interés general no pueden ser puestos en cuestión.
La elección del presidente de la Comisión debe reflejar la legitimidad dual de la Unión: elección por mayoría cualificada por el Consejo Europeo y aprobación por el Parlamento Europeo. Su vinculación con éste podría fortalecerse estableciendo que en su elección el Consejo Europeo deberá tener en cuenta el resultado de las elecciones europeas; pero su elección, sin más, por el Parlamento Europeo, además de desconocer ese carácter dual de la Unión, afectaría de forma negativa al principio de colegialidad de la Comisión y a su independencia.
La Comisión ganaría en autoridad si contribuyera a borrar las suspicacias que a veces se perciben sobre su reivindicación implícita de convertirse en el futuro gobierno de la Unión. En un sistema descentralizado de gobierno como es la UE, en el que el poder ejecutivo es compartido por el Consejo, los Estados miembros y la Comisión, tal pretensión no sólo carece de sentido sino que es contraproducente.
El Parlamento Europeo ha conocido un incesante incremento de competencias y poderes desde su creación. En este mismo sentido, el deseable establecimiento de una jerarquía normativa en los tratados contribuiría a lograr una cuasi generalización del procedimiento de codecisión.
Ahora bien, esa deseable extensión de la codecisión no puede resolver por sí misma el problema de la falta de controles adecuados en el sistema político híbrido de la UE. Si bien el Parlamento Europeo debe consolidar y desarrollar el papel que en él le corresponde, el sistema de escrutinio y control del Consejo sólo podrá perfeccionarse si logramos avances reales en el control por parte de los Parlamentos nacionales de los asuntos europeos.
El grupo de trabajo de la Convención que se ha ocupado de esta cuestión ha concluido que la necesaria mayor involucración de los parlamentarios nacionales no debe hacerse a través de la creación de una segunda cámara, sino haciendo posible y fomentando un mayor y mejor control de los asuntos europeos por dichas cámaras. Habrá que reflexionar por ello acerca de la propuesta de Giscard d’Estaing de crear un "Congreso de los pueblos europeos", compuesto por parlamentarios nacionales y europeos a quienes correspondería ratificar el nombramiento por sus miembros del presidente del Consejo Europeo, y debatir sobre las orientaciones definidas por éste.
Conclusión
Hasta aquí he tratado de hacer un balance de los resultados logrados por la Convención tras 10 meses de trabajos. Balance que tiene que ser calificado como muy positivo y que ha superado las previsiones más optimistas. Queda aún, no obstante, mucho por hacer. No es descartable que en algunas de las cuestiones más polémicas la Convención sea incapaz de lograr un consenso y haya que elevar diversas opciones a la conferencia intergubernamental que tomará las decisiones finales.
En todo caso, la idea de un tratado constitucional que reemplace los actuales existentes supone ya por sí misma un avance decisivo en el proceso de constitucionalización y profundización del proyecto europeo. La Convención, sin ser propiamente una asamblea constituyente, es parte esencial de ese proceso de constitucionalización que no se detiene aquí y que deberá seguir ahondándose a medida que seamos capaces de forjar una identidad europea. Identidad no sólo compatible con la de nuestros propios Estados y naciones, sino que encuentra su fundamento en ellas mismas y en su diversidad.
(*) Ana Palacio es ministra española de Asuntos Exteriores.
Publicado en Política Exterior, Núm 91 Enero / Febrero 2003.