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Por Luis Paulino Vargas Solís
El Correo. París, 18 de diciembre de 2007.
En los últimos años, la economía mundial ha tenido un crecimiento económico considerablemente elevado. Ello rompió un largo período, de más de un cuarto de siglo, de escaso dinamismo económico a nivel mundial. Y, con seguridad, esto habrá traído recuerdos de aquella época dorada de los veinticinco años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, sin duda los mejores tiempos que el capitalismo mundial ha vivido en su historia de dos siglos y medio. La evocación resulta, sin embargo, engañosa. A diferencia de aquellos días de los cincuentas y sesentas, el crecimiento de estos últimos años ha estado marcado por desequilibrios de magnitud simplemente formidable. Desequilibrios, por cierto, en todos los ámbitos y niveles: nacionales, regionales y planetarios; sociales, políticos, económicos y ambientales.
La etapa dorada del capitalismo fordista
El caso, sin embargo, es que pareciera que el capitalismo de inicios del siglo XXI ya dejó de ser un sistema en etapa de madurez. Ni siquiera es ya el capitalismo tardío de que treinta años atrás hablaba Mandel. Es, en realidad, un sistema en plena decadencia y descomposición. Más opulento, incluso, de lo que en que su momento Galbraith diagnosticaba, pero, sobre todo, verdaderamente inepto para entender lo que significan la moderación o la prudencia. Atrapado en una estrecha visión de corto plazo; entregado de lleno a la lujuria consumista, el despilfarro desbordado y la más patológica avaricia. Ha perdido de vista incluso sus intereses estratégicos fundamentales.
Tuvo, sin duda, mejores momentos. En los años treinta del siglo XX, y en medio de la perplejidad ocasionada por la depresión económica, John Maynard Keynes aportó la luz teórica que el sistema reclamaba a gritos en aquel momento. Con su Teoría General, Keynes hizo comprensibles las razones inmediatas detrás de la crisis así como las posibles salidas. Aportó, pues, la dosis necesaria de claridad y sensatez. Lo que posteriormente se hizo -una vez concluida la Segunda Guerra Mundial- se alimentó de los aportes de Keynes pero los sobrepasó ampliamente, en particular porque fue un proceso que se asentó en una negociación interclasista donde el capital cedió algunas cosas a favor del trabajo. Fueron concesiones limitadas que no ponían en riesgo las bases del capitalismo, cuando, por el contrario, tuvieron la suficiente significación para generar la legitimidad necesaria sobre cuya base el sistema se estabilizaba e integraba, cosa más importante en virtud de la amenaza -real o imaginada- que el bloque socialista planteaba por aquellos años.
Fueron esos los tiempos del capitalismo fordista, con su Estado de Bienestar, unas clases trabajadoras que se convirtieron en partícipes activas del consumo de masas y una organización industrial taylorista. Es la época dorada donde, como en ningún otro momento histórico, el sistema se mostró relativamente prudente en su forma de tratar a las clases subalternas o más débiles, así como particularmente alerta de sus intereses estratégicos, es decir, sus intereses en el largo plazo. Que las cosas se hayan dado de esa forma, seguramente se debió, en buena medida, a que al frente estaba el socialismo real, que por entonces se pretendía alternativo.
Neoliberalismo y globalización
Los años setenta, sobre todo después de la recesión mundial de 1974-75 constituye un punto de quiebra. Se desprestigian el keynesianismo vulgar que había devenido ortodoxia dominante así como el Estado. Empieza el ascenso de la ideología neoliberal. Este movimiento se acelera cuando en el lapso de pocos años tres de las potencias capitalistas principales quedan bajo el comando de líderes que formulaban agresivos programas neoliberales: Thatcher en Gran Bretaña, Reagan en Estados Unidos y Kohl en Alemania Federal. En América Latina el proceso había tenido un anticipo sanguinario con Pinochet en Chile, y se vuelve un movimiento de alcances continentales a raíz de la crisis de la deuda externa de inicios de los ochentas.
El sistema entra en el proceso llamado de globalización, caracterizado por la transnacionalización de la producción y, más agudamente aún, la planetarización de las finanzas y la especulación. Son movimientos que venían gestándose y, gradualmente, tomando forma desde varios decenios atrás. Pero en los ochentas, y más contundentemente en los noventas, se aceleran y diversifican espectacularmente impulsados por el desarrollo de las tecnologías de la información y las comunicaciones.
El endurecimiento ideológico es, pues, un movimiento progresivo que se inaugura con la crisis de los setentas, y avanza conforme los capitales se transnacionalizan y la deriva de las finanzas hacen del mundo un inmenso casino. El capital siente entonces que tienen en sus manos los instrumentos para aplastar a las clases trabajadoras del mundo, así como para extorsionar y someter a los estados nacionales. El proceso alcanza extremos de borrachera y paroxismo con el derrumbe del socialismo real. Nadie como Fukuyama supo expresarlo: su "fin de la historia" aportó un himno alucinado que expresaba soberbia y arrogancia infinitas.
Fuera de control
En su naturaleza más fundamental, el capitalismo no es un sistema que quiera, voluntaria ni pacíficamente, optar por la justicia o la democracia. Ello es así en virtud de que su motivación primaria es la ganancia, cosa que lo orienta hacia la acumulación de capital, la producción y el crecimiento sin límites. Se ha visto en la necesidad de moderarse cuando así se le impuso desde fuera de sí mismo. En parte por medio de la democracia, si se logra que ésta sea algo más que una mampara que legitima ritualmente las estructuras de dominación vigentes. Y, en general, tal cosa solo es posible en el tanto las clases subalternas o dominadas -que no son solamente las clases trabajadoras- logran desarrollar capacidad suficiente para resistir, proponer y contrabalancear. Eso es lo que diferenció los veinticinco años del capitalismo fordista, posteriores a la Segunda Guerra Mundial y le imprimió algunos rasgos socialmente progresistas. Eso es lo que ha estado ausente en los últimos veinticinco a treinta años y más agudamente desde el derrumbe del socialismo. El capitalismo neoliberal, en su triunfalismo, se ha replegado sobre sí mismo en un movimiento arrasador que desata enormes fuerzas destructivas en cuanto no admite balances ni equilibrios más allá del imperio totalizador de la ganancia. En ese sentido, ideólogos sistémicos como Friedman o Hayek aportan una racionalización cuya elegancia formal no logra ocultar su cinismo descarnado.
La arrogancia es, con seguridad, mala consejera. Enceguece y hacer perder la noción acerca de los propios límites. Fácilmente lleva a un callejón sin salida o, peor aún, empuja de cabeza hacia el abismo. Y, por cierto, ¿No nos estamos viendo hoy de frente ante tal abismo? No hablo tan solo de la crisis ambiental. Cierto que ésta no se gestó en estos últimos treinta años, aunque sí es evidente que durante este tiempo se aceleró sin que el sistema fuese capaz -pero ni siquiera mostrase el interés- por generar soluciones que sean algo más que retórica hueca. Es que, además, en el plano social los desbalances son simplemente salvajes y en el económico los desequilibrios alcanzan proporciones alarmantes.
La actual crisis inmobiliaria en los Estados Unidos, que paulatinamente muestra ser un desajuste de amplio rango e imprevisibles consecuencias, pone de manifiesto la incapacidad del sistema para ver más allá de sus propias narices. La crisis empieza a manifestarse en 2006 y avanzado 2007 comienza a tener repercusiones significativas en las bolsas de valores conforme empiezan a aparecer pérdidas incluso en los lugares más inusitados. El crédito se seca y la liquidez escasea, lo que obliga a la intervención de los bancos centrales de las principales potencias económicas. Presiones brutales sobre la Reserva Federal (banco central estadounidense) obligan a reiniciar un movimiento de ajuste descendente de las tasas de interés. En estos días, nuevas intervenciones de los bancos centrales han sido anunciadas. Todo íntegramente diseñado a la medida de los grandes intereses financieros globales.
Poco importan los millones de estadounidenses que están perdiendo su casa, a cuyo favor el gobierno de Bush tan solo ensaya un programa engañoso, formulado en complicidad con el gran negocio financiero-hipotecario y pensado en función de los intereses de éste. En cambio, sí se realizan movilizaciones masivas de recursos a favor de la gran banca transnacional. Y, entre tanto, nadie dice nada de los inmensos desequilibrios globales. El juego consiste en administrar la aspirina que alivie el actual dolor de cabeza y patear la bola hacia delante, a la espera, quizá, de que algún milagro del cielo remiende las grietas gigantescas en proceso de agudización. Sobre esto volveré en un próximo artículo.
Tiempos de irracionalidad y demencia
Marx tenía razón cuando resaltó el enorme poderío del capitalismo para revolucionar las fuerzas productivas, es decir, para desarrollar la capacidad productiva de las sociedades humanas. En cambio fue menos preciso su diagnóstico en relación con la habilidad y eficacia con que el sistema podría enfrentar y manejar sus propias contradicciones. A la larga, 140 años después de que se publicó el primer tomo de El Capital, el proletariado sigue sin mostrar la fiereza revolucionaria que Marx le atribuía. Y, entre tanto, el capitalismo ha ido y venido de crisis en crisis -unas más severas que otras- sin llegar a enfrentar un solo reto que, en verdad, haya puesto en riesgo su sobrevivencia.
En la historia del pensamiento de izquierda -incluso el que se dice marxista- ha sido recurrente el menosprecio hacia la capacidad del capitalismo para recomponerse y, como el Ave Fénix, reemerger alimentándose de sus propias miserias. Sigue siendo un sistema contradictorio, tal cual Marx supo escrutarlo con agudeza, pero, incluso, lo es de formas nuevas, más allá de lo Marx jamás anticipó. Y, sin embargo, se mantiene amplia y arrogantemente dominante. De esto emerge una pregunta elemental: ¿cómo entender que el sistema capitalista sea tan sólido si al mismo tiempo es tan contradictorio? ¿O será acaso que ha sido malentendido el sentido y la lógica de los procesos de transformación, de forma que éstos se dan en períodos muy largos, no como saltos revolucionarios que implican cambios radicales en muy poco tiempo, sino como transformaciones complejas, abiertas a bifurcaciones más o menos imprevisibles y de muy lenta evolución?
Tal idea -propuesta por el sociólogo estadounidense I. Wallertein- tiene sentido excepto por un detalle que está adquiriendo tremenda importancia: hoy el capitalismo enfrenta una contradicción tan, pero tan grande, que amenaza no simplemente al sistema, sino a la vida misma: la crisis ambiental. Frente a esto, ¿no deberíamos reconocer que, ahora sí, el capitalismo se ve obligado a experimentar una transformación profunda y extensiva, como única vía que permitiría preservar la existencia del género humano y, más en general, la vida sobre el planeta? El "pequeño" problema es ¿quién logrará que ese cambio se de cuando evidentemente los actores dominantes se niegan a dar el paso necesario?
El calentamiento global constituye una interpelación directa al capitalismo en general y, más agudamente, al capitalismo neoliberal de los últimos decenios. Nos dice que el crecimiento económico y el consumo y el despilfarro desbordados tienen límites infranqueables. Y, cosa notable, es la propia naturaleza quien lo está diciendo. Sin embargo, el sistema reitera su sordera frente a una advertencia tan contundente. Cosa que tan solo podría interpretarse en un sentido: vivimos tiempos de irracionalidad y demencia. A este respecto, toda la especulación acerca de fuentes alternativas de energía tan solo parece ser una fuga al vacío. Lo que se intenta es decir que el festín puede continuar y que la cosa se resuelve tan solo con que el petróleo sea sustituido por otras formas de energía. La cosa no se ve demasiado prometedora y el asunto de los biocombustibles lo pone en evidencia. Dicen que generan menos emisiones de carbono que los combustibles fósiles, pero ¿al costo de acelerar la deforestación y agravar la escasez de alimentos? ¿Podría seriamente considerarse esto como una solución?
Las grietas de la economía mundial
La enorme contradicción que la crisis ambiental plantea es algo nuevo que jamás fue previsto por Marx y que, a decir verdad, ni siquiera tenía sitio en su sistema teórico, excesivamente optimista en relación con las capacidades humanas para el desarrollo de las fuerzas productivas. Pero también es bastante novedoso el que el sistema se mueva en un curso de agudización de sus desequilibrios económicos y sociales, sin ser capaz de articular, excepto marginalmente, soluciones que vayan más allá del corto plazo más inmediato. Lo nuevo está justo en esa incapacidad de respuesta en un sistema que, hasta ahora, siempre se las jugó para resolver sus propios acertijos.
Dibujemos sintéticamente el cuadro que nos presenta la economía mundial en este momento. Estados Unidos sigue siendo, con amplia diferencia, la economía más grande del mundo. Se supone ser, además, la de mayor avance tecnológico. En efecto lo es, mas, cosa extraña, también es una economía pavorosamente desequilibrada y endeudada. Uno entonces se pregunta: ¿Será que el resto del mundo ha financiado con generosidad no solo sus excesos consumistas y sus genocidas aventuras militares, sino también su superior avance tecnológico? Como mínimo habrá que decir que la idea algún sentido tiene. Y si las cosas han sucedido de esa forma, deberá reconocerse que ello ha sido posible solamente gracias al papel dual del dólar: a la vez moneda nacional estadounidense y moneda mundial. Ello permite que Estados Unidos le lance al mundo los dólares que le da la gana para financiar lo que le da la gana. Pero, y haciendo acopio de un poquito de sensatez, ¿no debería eso tener algún límite? Pareciera que sí, pero nadie puede saber dónde está ese límite ¿O acaso estaremos a punto de alcanzarlo? Quizá un indicador de tal cosa sea la debilidad que el dólar viene manifestando y las sombras de desconfianza, cada vez más densas, que lo cubren alrededor del planeta. Digamos que el riesgo de un derrumbe catastrófico del dólar efectivamente existe, cosa que no pretende ser una predicción sino tan solo una advertencia.
Entretanto el euro intenta ser la divisa de relevo, la que tomé el lugar del dólar en declinación. Suena bonito, pero ¿a cuenta de qué podría serlo? La verdad es que Europa no tiene el mismo peso económico que Estados Unidos, cuando, además, es tan solo una amalgama mal tejida de decadentes potencias económicas medianas. China evidentemente es el súper-gigante capitalista en perspectiva. Potencialidad más que realidad. Para llegar a ser lo que pretende primero tendrá que detener el tic-tac de las bombas de tiempo que alberga a su interior: la pobreza del campo; la desigualdad creciente; el atropello a los derechos humanos; las condiciones semiesclavas del trabajo; el cerrado autoritarismo político. Y, desde luego, lo ambiental. El experimento chino es ecológicamente catastrófico y ello es más difícil de justificar y sostener cuando nos está explotando en la cara la crisis ambiental.
Y, entre tanto, el capitalismo neoliberal de los tiempos de las tecnologías de la información y las comunicaciones, ha hecho del planeta un inmenso juego de ruleta y, a la vez, un ejercicio permanente de extorsión y chantaje. Es, por un lado, la explosión especulativa a escala global -cuya manifestación más reciente se ha dado en el sector inmobiliario- y, al mismo tiempo, los capitales transnacionales que, materializados en esas gigantes estructuras burocráticas llamadas corporaciones transnacionales, se sienten en condiciones de exigir los caprichos que apetezcan ya que, de otra forma, emigran hacia donde esos caprichos sí sean atendidos.
El resultado de la especulación financiera es una economía mundial mucho más inestable, que se mueve dando inmensos bandazos hacia arriba y abajo y que, en el proceso, produce la ruina de millones y el enriquecimiento sin límites de unos cuantos. El resultado de la transnacionalización de las inversiones es una carrera hacia el hueco: menos impuestos; menos seguridad social; menos garantías laborales; menos regulaciones y controles en los mercados. Menos de todo aquello que pueda garantizar una vida digna a la gente, pero más y más privilegios a favor de ese capital transnacional. Y, entretanto, el consumismo febril y el despilfarro sin límites. Todo perfectamente irracional, como irracional es, hasta el paroxismo, el querer persistir en este curso cuando la naturaleza se derrumba a pedazos sobre nuestra cabeza.
¿Hay salida?
Espero que sí. Es la que, en pequeñito, hemos venido construyendo en Costa Rica. En el Movimiento del No al TLC hasta el 7 de octubre. En nuestro Movimiento Ciudadano Costarricense de ahí en más. Es la conciencia de un pueblo que madura en lo político y se eleva en lo ético, para proponer nuevas formas de convivir, producir, compartir, consumir y relacionarse con la naturaleza. Es un movimiento plural y democrático que tiene su correlato a nivel mundial en muchos otros movimientos de similar naturaleza. Es, sin embargo, hemos de admitirlo, esperanza; construcción; potencialidad; realidad en devenir. Las apuestas son, sin embargo, tan, pero tan altas y decisivas, que tan solo queda una cosa: seguir intentándolo.