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13 février 2013

Cine con política

Con « Lincoln » se trata esta vez de legalizar once millones de latinoamericanos

par Federico Vázquez

 

La última película de Steven Spielberg, Lincoln, muestra cómo Estados Unidos de América está ingresando a una nueva coyuntura : ya no hay un « otro » al cual eliminar, sino una masa gigantesca de mano de obra, principalmente latinoamericana, que hay que incorporar, con los conflictos que eso implica, bajo el estatus de ciudadano.

La nueva película de Steven Spielberg, Lincoln, podría definirse así : el destino americano, antes que jugarse en alguna batalla o guerra externa se pelea dentro de casa. El actual imperio de los drones tiene una génesis que se deja ver cristalina y brutalmente en la primera secuencia del flim : usamericanos matando usamericanos en una lucha cuerpo a cuerpo, salvaje, la bota hundiendo la cara del enemigo hasta ahogarlo en el lodo. La venganza racial (aquellos esclavos negros que la guerra civil ponía en el frente de batalla y en las puertas de la libertad al mismo tiempo) como parte de una lucha social descarnada.

Hay barro -literal y metafóricamente- porque la historia es un remolino de tensiones internas que allá por 1865 pusieron a Abraham Lincoln al frente de decisiones políticas que definirían un contorno nuevo para un país que era promesa y que en la segunda parte del siglo XIX se convirtió en potencia. Para terminar la guerra civil exitosamente (es decir, para fundar definitivamente a los « Estados Unidos ») el presidente Lincoln tenía que terminar con la esclavitud (y para ello, lograr una enmienda en la Constitución que necesitaba dos tercios de los votos en el Congreso).

Para el momento en que transcurre la trama, la Guerra de Secesión (1861-1865) entre el Norte y el Sur, llevaba cuatro largos años y más de medio millón de muertos. En términos estructurales, los bandos se habían construido sobre la base de sus diferencias económicas y productivas. El Norte, más industrializado y « moderno », pugnaba por crear un mercado de trabajo asalariado libre, que permitiera a sus industrias contar con mano de obra barata, a la vez que impulsaba una protección comercial para ellas. El Sur, tierra de plantaciones de algodón y otros productos primarios, tenía en la esclavitud su « forma de vida », y como buen monoproductor poco desarrollado pedía, por el contrario, liberar el comercio exterior.

Lincoln es una narración de esa guerra interior que terminaría de definir un « modo de vida », una idea de « democracia », un sistema político al que hoy se reverencia casi como una religión de estado. La disputa voto a voto en el Congreso para conseguir la abolición de la esclavitud (que es, en definitiva, el centro de la película) muestra hasta qué punto la « tierra de la libertad » nació en la confrontación y las (malas) artes políticas, antes que de un acuerdo entre señores.

No hay valores absolutos y altruistas : Lincoln necesita abolir la esclavitud constitucionalmente porque en medio del fragor de la guerra ya lo había hecho para engrosar su ejército y debilitar al Sur, con una discutible legalidad. Cuando lo acusan de torcer las leyes, su refugio de legitimidad es... « me votaron ».

Pero lo importante es otra cosa. Como toda gran obra de la industria cinematográfica estadounidense, Lincoln respira en un aire de época. En 1999, sobre el fin de la era Clinton y adelantando el espíritu de la era que se aproximaba, Spielberg dirigió Rescatando al soldado Ryan, que como probablemente ocurra ahora con Lincoln, arrasó con los premios Oscar de aquel año.

Si la primera escena de Lincoln es la lucha fratricida, la guerra civil, Rescatando... comienza con el desembarco norteamericano Normandía, el famoso día D de la Segunda Guerra Mundial. La guerra es exterior y el mal (en este caso el nazismo) absoluto. No existe ningún replanteo ni debate sobre los valores de esos soldados. Son, necesariamente, mejores que los de sus enemigos. Hay un « otro » absolutamente ajeno, despersonalizado, con el que no se comparte nada, y por lo tanto, no se discute ni se negocia nada. Se lo invade. Se lo mata. Fin.

Esa película reflejaba un clima que tres años después se convertiría en hegemónico con la caída de las Torres Gemelas. La década de la guerra preventiva, del intento norteamericano de gobernar solitariamente el mundo, de imponer sus « valores » hasta en el « más oscuro lugar del mundo », como supo decir un Bush desencajado.

Lincoln, por el contrario, parece advertir que estamos entrando en otra coyuntura. Hace foco nuevamente en la introspección del alma norteamericana. Una introspección que, va de suyo, tiene en la guerra y en la violencia un aspecto esencial. Lo que no quita que el cambio de eje sea total : como le hace decir Spielberg a Lincoln en un diálogo : « nuestros enemigos son ciudadanos ». O sea, esta vez la guerra es con mi vecino, con quien comparto todo o casi todo, con el que, eventualmente, tendré que volver a sentarme a hablar. No es el mal absoluto. No es, en definitiva un « otro ».

Esa advertencia de Lincoln no alivianaba los términos de lo que se estaba discutiendo (el fin de la guerra civil y la esclavitud, las formas que asumiría la etapa de « reconstrucción » una vez alcanzada la paz, el lugar de subordinación de quienes se habían rebelado, etc), pero los ponía en un contexto político, racional, humano. Una negociación. Algo impensado bajo la ética de la guerra total de « Rescatando al soldado Ryan » y del « eje del mal » de George W. Bush.

Si, entonces, Lincoln está diciendo algo del latido emocional de este presente, ¿por dónde estaría pasando hoy esa introspección del alma usamericana ? Todo parece indicar que por discutir, nuevamente, quién es considerado un « ciudadano ». Según el Departamento de Seguridad Nacional de EEUU, en el 2012, once millones de personas vivían y trabajaban ilegalmente en Estados Unidos. Es decir, once millones de no « ciudadanos ». Diez veces la cantidad de esclavos que había en EEUU en 1860.

Estos últimos años obamistas tendrán, probablemente, un sesgo mucho más intimista, aunque esto esté lejos de querer decir que serán tiempos apacibles. Por el contrario, probablemente una nueva Ley Inmigratoria pondrá el debate en un lugar similar al que hace 150 años tenían los congresistas del Capitolio. ¿Qué estatus tenemos que darle a una masa gigantesca de mano de obra que la propia dinámica económica atrajo ? Sea en barcos esclavistas, o cruzando el desierto del norte de México, un conjunto humano fue incorporado como fuerza laboral y después de un tiempo, piden ser parte del contrato social del país.

La identidad estadounidense, su correlación legal, está en debate. Al igual que hace 150 años un presidente, por una mezcla de audacia y cálculo como siempre ocurre, plantea una transformación a todas luces « progresista » pero que debe pasar el filtro de un sistema político particularmente complejo y extenso. Legalizar a once millones de personas (casi todas de origen latinoamericano) probablemente termine de reconfigurar cultural y políticamente a un país que, como su cine, siempre parece estar cambiando y siendo vanguardia, al mismo tiempo que es increíblemente recurrente en sus disyuntivas y obsesiones nacionales.

Federico Vázquez para Télam.

Télam. Buenos Aires, 13 de febrero de 2013.

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