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8 juin 2004

« El reto hispano »
Samuel Huntington
The Hispanic Challenge

 

La llegada constante de inmigrantes hispanos amenaza con dividir Estados Unidos en dos pueblos, dos culturas y dos lenguas. A diferencia de grupos anteriores de inmigrantes, los mexicanos y otros hispanos no se han integrado en la cultura estadounidense dominante, sino que han formado sus propios enclaves políticos y lingüísticos -desde Los Ángeles hasta Miami-y rechazan los valores angloprotestantes que construyeron el sueño americano. Estados Unidos corre un riesgo si ignora este desafío.

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Por Samuel Huntington
Foreign Policy Edición Española
Marzo-Abril 2004

Estados Unidos fue creado, en los siglos XVII y XVIII, por colonos fundamentalmente blancos, británicos y protestantes. Sus valores, instituciones y cultura proporcionaron los cimientos de la nación e inspiraron su desarrollo en los siglos posteriores. En un principio, definieron el país desde el punto de vista de la raza, el origen étnico, la cultura y la religión. En el siglo XVIII tuvieron que añadir la perspectiva ideológica para justificar la independencia de la metrópoli, que también era blanca, británica y protestante. Thomas Jefferson expuso su « credo » -como lo llamó el economista y premio Nobel Gunnar Myrdal- en la Declaración de Independencia, y, desde entonces, los estadistas han reiterado sus principios, y la población los ha hecho suyos, como componente esencial de su identidad estadounidense.

En los últimos años del siglo XIX, sin embargo, el componente étnico se amplió con la inclusión de alemanes, irlandeses y escandinavos, y la identidad religiosa de Estados Unidos pasó de protestante a una definición más general de cristiana. Con la Segunda Guerra Mundial y la incorporación de enormes cantidades de inmigrantes del este y el sur de Europa, llegados con sus hijos, la procedencia étnica prácticamente desapareció como componente definitorio de la identidad nacional. Lo mismo ocurrió con la raza, tras las victorias del movimiento de lucha por los derechos civiles y la ley sobre inmigración y nacionalidad de 1965. Ahora los estadounidenses consideran que tienen un país multiétnico y multirracial, y lo aprueban. Como consecuencia, la identidad de Estados Unidos, hoy, se define en función de la cultura y el credo.

La mayoría de los estadounidenses consideran que el credo es el elemento crucial de su identidad nacional. Sin embargo, éste fue producto de una cultura específica, la angloprotestante, que tenían los colonos fundadores. Los elementos clave de dicha cultura son la lengua inglesa, el cristianismo, el compromiso religioso, el concepto inglés del imperio de la ley -que engloba la responsabilidad de los gobernantes y los derechos de los individuos- y los valores protestantes del individualismo, la ética del trabajo y la convicción de que los seres humanos tienen la capacidad y el deber de intentar crear un cielo en la tierra, una "ciudad sobre una colina". A lo largo de la historia, Estados Unidos ha atraído a millones de inmigrantes debido a esa cultura, gracias a las oportunidades económicas y libertades políticas que ella ha hecho posibles.

Las aportaciones de las culturas inmigrantes modificaron y enriquecieron la cultura angloprotestante. Pero su esencia siguió siendo la base de la identidad estadounidense, por lo menos, hasta las últimas décadas del siglo XX. ¿Sería Estados Unidos el país que ha sido, y es aún en gran medida, si lo hubieran colonizado católicos franceses, españoles o portugueses, y no protestantes británicos ? La respuesta es claramente "no". No sería Estados Unidos ; sería Québec, México o Brasil. Ahora bien, en las últimas décadas del siglo XX, la cultura angloprotestante de Estados Unidos y su credo comenzaron a sufrir agresiones por la popularidad, en círculos intelectuales y políticos, del multiculturalismo y la diversidad, el avance de la identidad de grupo basada en la raza, la procedencia étnica y el sexo, por encima de la nacional ; la influencia de las diásporas culturales internacionales ; el número cada vez mayor de inmigrantes con doble nacionalidad y doble lealtad, y la importancia creciente que atribuyen las autoridades intelectuales, empresariales y políticas del país a las identidades cosmopolitas y transnacionales. Además, la identidad nacional estadounidense, como la de otros Estados-nación, se enfrenta al reto de la globalización, con la necesidad que ésta crea en la gente de que haya identidades « de sangre y creencias » más reducidas y significativas.

La división cultural entre hispanos y anglos podría reemplazar la división racial entre blancos y negros como la fractura más seria en la sociedad de Estados Unidos.

En esta nueva era, el desafío más grave e inmediato al que se enfrenta la identidad tradicional de Estados Unidos es el que suponen la inmensa y constante inmigración de Latinoamérica, sobre todo de México, y los índices de natalidad de estos inmigrantes en comparación con los nativos, tanto blancos como negros. A los estadounidenses les gusta presumir de cómo, en el pasado, han asimilado a millones de inmigrantes en su sociedad, su cultura y su política. Sin embargo, cuando hablan de inmigrantes, suelen generalizar : no diferencian entre ellos y se centran en los costes y beneficios económicos de la inmigración, pero ignoran sus consecuencias sociales y culturales, pasando por alto las características y los problemas peculiares que plantea la inmigración actual de hispanos. La inmigración de hoy tiene una dimensión y una naturaleza muy distinta a las anteriores, y no parece probable que la asimilación lograda en el pasado se repita con los inmigrantes de Latinoamérica. Esto suscita un interrogante clave : ¿seguirá siendo Estados Unidos un país con una sola lengua y una base cultural angloprotestante ? Al ignorar esta pregunta, los estadounidenses están aceptando que se convertirán en dos pueblos, con dos culturas (anglo e hispana) y dos lenguas (inglés y español).

El impacto de la inmigración mexicana en Estados Unidos queda patente cuando se piensa en qué ocurriría si el flujo se detuviera de pronto. El número anual de inmigrantes legales descendería en unos 175.000, más cerca del nivel recomendado por la Comisión para la Reforma de la Inmigración que presidió, en los 90, la ex congresista Barbara Jordan. Las entradas ilegales disminuirían drásticamente. Los salarios de los ciudadanos de menos ingresos mejorarían. Los debates sobre el uso del español y sobre si es preciso declarar el inglés lengua oficial, tanto estatal como nacionalmente, se calmarían. La educación bilingüe y las controversias que suscita casi desaparecerían, igual que las polémicas sobre la Seguridad Social y otras prestaciones a inmigrantes. La respuesta a si éstos son una carga económica para los Gobiernos estatales y el federal sería negativa.

El nivel de educación y preparación de los inmigrantes que siguieran llegando sería el más alto en la historia del país. El flujo de recién llegados volvería a ser muy variado, lo que motivaría más a todos los recién llegados a aprender inglés y absorber la cultura estadounidense.

Pero, sobre todo, desaparecería la posibilidad de una escisión de facto entre un país de habla predominante hispana y otro de habla inglesa, y, con ello, una enorme amenaza potencial para la integridad cultural y política del país.

Un mundo de diferencias

La inmigración que llega ahora de México y, en general, de Latinoamérica, no tiene precedentes en la historia de Estados Unidos. Las lecciones extraídas de inmigraciones pasadas no sirven para comprender su dinámica y consecuencias. La inmigración mexicana se distingue de otras anteriores y de casi todas las actuales por una serie de factores : contigüidad, escala, ilegalidad, concentración regional, persistencia y presencia histórica.

Contigüidad

La idea que tiene Estados Unidos de la inmigración suele estar simbolizada por la estatua de la Libertad, la isla de Ellis y, en tiempos más recientes, el aeropuerto JFK, de Nueva York. En otras palabras : los inmigrantes que llegan al país después de atravesar miles de kilómetros de océano. Tales imágenes influyen en la actitud hacia los inmigrantes y la política de inmigración oficial. Pero esas imágenes tienen poco o nada que ver con la inmigración mexicana. Ahora, Estados Unidos está viviendo la llegada masiva de personas desde un país pobre y contiguo, cuya población es más de un tercio de la suya. Entran a través de una frontera de 3.500 kilómetros, históricamente delimitada por una línea en el suelo y un río poco profundo, nada más. Es una situación única, desde el punto de vista estadounidense y mundial. Ningún otro país del Primer Mundo comparte una frontera terrestre tan extensa con otro del Tercer Mundo. Y la trascendencia de esta larga frontera queda aún más patente por las diferencias económicas entre ambos. « La diferencia de ingresos entre Estados Unidos y México », destaca el historiador de la Universidad de Stanford David Kennedy, « es la mayor que existe entre dos países contiguos en el mundo ».

La contigüidad permite a los inmigrantes mexicanos permanecer en íntimo contacto con sus familias, sus amigos y sus lugares de origen, en mucha mayor medida que los procedentes de otros países.

Escala

Las causas de la inmigración mexicana, como de otras, están en la dinámica demográfica, económica y política del país de origen y los atractivos económicos, políticos y sociales de Estados Unidos. Pero es evidente que la contigüidad fomenta la migración. Desde 1965, la inmigración mexicana ha aumentado sin cesar. En los 60 entraron legalmente en Estados Unidos unos 640.000 mexicanos ; en los 80, 1 656 000, y en los 90, 2 249 000. Es esas tres décadas, los mexicanos representaron, respectivamente, el 14%, el 23% y el 25% de la inmigración legal total. Estos porcentajes no pueden equipararse con los inmigrantes de Irlanda entre 1820 y 1860 o de Alemania en las décadas de 1850 y 1860. Pero son índices elevados en comparación con la enorme variedad de países de origen de los inmigrantes antes de la Primera Guerra Mundial y otros inmigrantes contemporáneos. A ellos hay que añadir, además, el gran número de mexicanos que entran ilegalmente cada año. Desde los 60, el número de extranjeros en Estados Unidos ha aumentado enormemente ; asiáticos y latinoamericanos han sustituido a europeos y canadienses, y la diversidad de países de origen ha dado paso al predominio de uno de ellos : México. En 2000, los inmigrantes mexicanos representaban el 27,6% de la población de Estados Unidos nacida en el extranjero. Los dos contingentes sucesivos, chinos y filipinos, no eran más que el 4,9% y el 4,3% de dicho grupo.

En los 90, los mexicanos representaron más de la mitad de los nuevos inmigrantes latinoamericanos, y en 2000, los hispanos fueron, aproximadamente, la mitad de todos los inmigrantes en el Estados Unidos continental. Ese mismo año, los hispanos eran el 12% de la población total del país. Entre 2000 y 2003, el grupo creció casi en un 10%, y ahora ha superado a los negros. Se calcula que para 2050 los hispanos pueden constituir un 25% de la población. Estos cambios no se deben sólo a la inmigración, sino también a la natalidad. En 2002, los índices de natalidad en Estados Unidos se calculaban en un 1,8% para los blancos no hispanos, un 2,1% para los negros y un 3% para los hispanos. « Es característico de los países en desarrollo", observaba The Economist en 2002. "A medida que la gran masa de hispanos llegue a la edad fértil, en una o dos décadas, la proporción hispana de la población estadounidense se disparará ».

A mediados del siglo XIX, la inmigración que entraba en el país estaba dominada por anglohablantes procedentes de las islas Británicas. Las oleadas anteriores a la Primera Guerra Mundial fueron muy variadas desde el punto de vista lingüístico, con numerosos hablantes de italiano, polaco, ruso, yídish, inglés, alemán, sueco y otros idiomas. Pero ahora, por primera vez en la historia de Estados Unidos, la mitad de los que llegan hablan una misma lengua que no es el inglés.

Ilegalidad

La entrada ilegal en Estados Unidos es, sobre todo, un fenómeno posterior a 1965, y fundamentalmente mexicano. Durante casi un siglo, tras la aprobación de la Constitución, no hubo leyes nacionales que restringieran ni prohibieran la inmigración, y sólo algunos Estados impusieron unos límites modestos. Durante 90 años, la inmigración ilegal fue mínima y sencilla de controlar. La ley de inmigración de 1965, la mayor facilidad de transporte y la intensificación de las fuerzas que promovían la inmigración mexicana alteraron la situación por completo. Las detenciones realizadas por la guardia estadounidense de fronteras pasaron de 1,6 millones en los 60 a 8,3 millones en los 70, 11,9 millones en los 80 y 14,7 millones en los 90. Los cálculos sobre el número de mexicanos que entran ilegalmente cada año van de 105.000 (según una comisión mixta méxico-estadounidense) a 350 000 durante los 90 (según el Servicio de Inmigración y Nacionalización estadounidense).

La ley para la reforma y el control de la inmigración (1986) contenía disposiciones para legalizar a los inmigrantes ilegales ya existentes y reducir la futura inmigración ilegal con sanciones a los empresarios y otros métodos. El primer objetivo se cumplió : alrededor de 3,1 millones de ilegales, de los que, aproximadamente, el 90% procedía de México, obtuvieron la carta verde, la residencia legal. Ahora bien, el segundo objetivo se resiste. Los cálculos sobre el total de inmigrantes ilegales en Estados Unidos pasaron de cuatro millones en 1995 a seis millones en 1998, siete millones en 2000 y entre ocho y diez en 2003. En 1990, los mexicanos representaban el 58% de la población ilegal total ; en 2000, se calcula que había 4,8 millones de mexicanos ilegales (el 69%). Ese mismo año, los mexicanos ilegales en Estados Unidos eran 25 veces más numerosos que el siguiente grupo, los salvadoreños.

Concentración regional

Los padres fundadores de Estados Unidos pensaron que la dispersión de los inmigrantes era esencial para su asimilación. Ésa ha sido, y sigue siendo, la costumbre para la mayoría de los inmigrantes no hispanos. Estos últimos, en cambio, tienden a concentrarse por regiones : mexicanos en el sur de California, cubanos en Miami, dominicanos y puertorriqueños (éstos, técnicamente, no son inmigrantes) en Nueva York. Cuanto más se concentran los inmigrantes, más lenta e incompleta es su asimilación.

En los 90, las proporciones de hispanos siguieron aumentando en las regiones de mayor concentración. Y, al mismo tiempo, tanto los mexicanos como otros hispanos empezaron a establecerse en lugares distintos. Aunque el número absoluto sigue siendo pequeño, los Estados con mayor incremento proporcional de la población hispana entre 1990 y 2000 fueron, en orden decreciente : Carolina del Norte (un aumento del 449%), Arkansas, Georgia, Tennessee, Carolina del Sur, Nevada y Alabama (222%). Asimismo, los hispanos se han asentado en determinadas ciudades de todo el país. Por ejemplo, en 2003, más del 40% de la población de Hartford (Connecticut) era hispana (sobre todo, puertorriqueña), por encima del 38% de negros. « Hartford -proclamó el primer alcalde hispano de la ciudad- se ha convertido en una ciudad latina, prácticamente. Es una señal de lo que está por venir », con un uso creciente del español como lengua comercial y de gobierno.

No obstante, las mayores concentraciones de hispanos se encuentran en el suroeste, sobre todo en California. En el año 2000, casi dos tercios de los mexicanos vivían en el Oeste, y casi la mitad en dicho Estado. Por supuesto, el área de Los Ángeles cuenta con inmigrantes de muchos países, incluidos Corea y Vietnam. Pero los países de origen de la población inmigrante en California son muy distintos a los del resto de Estados Unidos, y un solo país, México, supera a todos los inmigrantes procedentes de Europa y Asia. En Los Ángeles, los hispanos -mayoritariamente mexicanos- son mucho más numerosos que los demás grupos. En 2000, el 64% de los hispanos de esa ciudad eran de origen mexicano, y el 45,6% de sus habitantes eran hispanos, y sólo un 29,7%, blancos no hispanos. Se calcula que en 2010 los hispanos constituirán en esa ciudad más de la mitad de la población.

La mayoría de los grupos inmigrantes tienen tasas de natalidad superiores a la población nativa y, por eso, sus efectos se perciben con fuerza en las escuelas. En Nueva York, por ejemplo, la enorme variedad de su inmigración hace que los profesores tengan clases cuyos estudiantes hablan 20 idiomas distintos en sus casas. Por el contrario, en muchas ciudades del sur-oeste, los hispanos son una gran mayoría en las aulas. « Ningún sistema escolar en una gran ciudad de Estados Unidos ha experimentado jamás una afluencia tan grande de alumnos procedentes de un solo país extranjero », decían los politólogos Katrina Burgess y Abraham Lowenthal sobre Los Ángeles en su estudio de las relaciones entre México y California. « Las escuelas de Los Ángeles se están volviendo mexicanas ». En 2002, más del 70% de los estudiantes de la ciudad eran hispanos, predominantemente mexicanos, y la proporción seguía aumentando. Los blancos no hispanos formaban el 10% del alumnado. En 2003, por primera vez desde la década de 1850, la mayoría de los recién nacidos en California fueron hispanos.

Persistencia

En el pasado, las oleadas de inmigrantes acabaron por disminuir, las proporciones procedentes de cada país sufrieron enormes fluctuaciones y, a partir de 1924, la inmigración se redujo a un goteo. En cambio, la oleada actual no da señales de decaer, y da la impresión de que las condiciones que generan el gran componente mexicano van a continuar, de no producirse una gran guerra o una recesión. A largo plazo, la inmigración mexicana quizá pueda disminuir cuando el bienestar económico de México se acerque al de Estados Unidos, Sin embargo, en 2002, el PIB per cápita de Estados Unidos era, aproximadamente, el cuádruple del de México (en términos de poder adquisitivo). Si esa diferencia se redujera a la mitad, los incentivos económicos para la inmigración también podrían reducirse de forma drástica. Ahora bien, para alcanzar ese nivel en un futuro próximo, México tendría que experimentar un crecimiento económico rapidísimo, mucho más rápido que el de Estados Unidos. Pero ni siquiera un acontecimiento económico de tal calibre tendría por qué disminuir el impulso de emigrar.

Durante el siglo XIX, cuando Europa estaba industrializándose a toda velocidad y las rentas per cápita estaban en aumento, 50 millones de europeos emigraron a las Américas, Asia y África.

Presencia histórica

Ningún otro grupo inmigrante en la historia de Estados Unidos ha reivindicado o podría reivindicar derechos históricos sobre su territorio. Los mexicanos y los estadounidenses de origen mexicano, sí. Casi todo Texas, Nuevo México, Arizona, California, Nevada y Utah formaban parte de México hasta que este país los perdió como consecuencia de la guerra de independencia de Texas, en 1835-1836, y la guerra entre México y Estados Unidos, en 1846-1848. México es el único país que Estados Unidos ha invadido para ocupar su capital -sus marines llegaron hasta los « salones de Moctezuma »- y anexionarse la mitad de su territorio. Los mexicanos no lo olvidan. Como es comprensible, sienten que tienen derechos especiales sobre esos lugares. « A diferencia de otros inmigrantes », dice el politólogo de Boston College Peter Skerry, « los mexicanos llegan procedentes de una nación vecina que sufrió una derrota militar a manos de Estados Unidos y se establecen, sobre todo, en una región que, en otro tiempo, fue parte de su país (...) Los habitantes de origen mexicano tienen una sensación de estar en casa que no comparten otros inmigrantes ».

En alguna ocasión, los especialistas han sugerido que el suroeste podría convertirse en el Quebec de Estados Unidos. Ambas regiones están habitadas por católicos y fueron conquistadas por angloprotestantes, pero, por lo demás, tienen poco en común. Quebec está a 4 500 kilómetros de Francia, y no hay cientos de miles de franceses que intenten entrar cada año en la región, ni legal ni ilegalmente. La historia demuestra que, cuando la gente de un país empieza a referirse al territorio de un país vecino en términos posesivos y a reivindicar derechos especiales sobre él, hay serias posibilidades de conflicto.

El ’spanglish’, segunda lengua

En el pasado, los inmigrantes salían del otro lado del océano y solían superar terribles obstáculos y penalidades para poder llegar a Estados Unidos. Venían de muchos países diferentes, hablaban distintas lenguas y llegaban de forma legal. Su flujo varió con el tiempo : hubo importantes reducciones como consecuencia de la Guerra de Secesión, la Primera Guerra Mundial y la legislación restrictiva de 1924. Solían repartirse por numerosos enclaves en zonas rurales y grandes ciudades del noreste y el medio oeste del país. Y no reivindicaban ningún derecho histórico a partes del territorio estadounidense.

La inmigración mexicana es totalmente distinta en todos estos aspectos. Y esas diferencias hacen que la integración de los mexicanos en la cultura y la sociedad estadounidenses sea mucho más difícil que en el caso de otros inmigrantes anteriores. Una diferencia que llama especialmente la atención es lo lejos que están todavía los inmigrantes mexicanos de tercera y cuarta generación de la media de Estados Unidos en educación, situación económica y número de matrimonios mixtos.

En 1998, « José » sustituyó a « Michael » como nombre más popular para los recién nacidos, tanto en California como en Texas. La dimensión, la persistencia y la concentración de la inmigración hispana ayuda a perpetuar el uso del español generación tras generación. Los datos sobre el aprendizaje del inglés y el mantenimiento del español entre los inmigrantes son limitados y ambiguos. No obstante, en 2000, más de 28 millones de personas en Estados Unidos hablaban español en el hogar (el 10,5% de la población mayor de cinco años) y, de ellos, casi 13,8 millones hablaban inglés « no muy bien », un aumento del 66% respecto a 1990. Según un informe de la Oficina del Censo, en 1990, aproximadamente, el 95% de los inmigrantes mexicanos hablaba español en casa ; el 73,6% no hablaba inglés muy bien, y el 43% de los inmigrantes nacidos en México estaba "aislado lingüísticamente". Un estudio anterior en Los Ángeles había dado resultados diferentes en la segunda generación, nacida ya en Estados Unidos. Sólo el 11,6% hablaba sólo español o más español que inglés, el 25,6% hablaba las dos lenguas por igual, el 32,7% más inglés que español y el 30,1% sólo inglés. En ese mismo estudio, más del 90% de los mexicanos nacidos en Estados Unidos hablaban inglés con fluidez. Sin embargo, en 1999, había alrededor de 753.505 alumnos en las escuelas del sur de California, presumiblemente inmigrantes de segunda generación, que hablaban español en casa y tenían dificultades con el inglés.

Es decir, el uso fluido del inglés entre los mexicanos de primera y segunda generación parece seguir las mismas pautas que entre otros inmigrantes del pasado. Pero sigue habiendo dos interrogantes. Primero, ¿han variado, a lo largo del tiempo, la adquisición del inglés y el mantenimiento del español entre los inmigrantes mexicanos de segunda generación ? Podría suponerse que, con la rápida expansión de la comunidad inmigrante procedente de México, la gente de origen mexicano debería tener menos incentivos para hablar bien inglés en 2000 que en 1970. Segundo, ¿seguirá la tercera generación el modelo clásico de hablar bien inglés y saber poco o mal español, o mantendrá el mismo dominio de los dos idiomas que la segunda generación ? Los inmigrantes de segunda generación, a menudo, desprecian y rechazan su lengua materna, y se sienten avergonzados ante la incapacidad de sus padres de comunicarse en inglés. Es de suponer que el hecho de que los mexicanos de segunda generación tengan o no esta actitud influirá en que la tercera generación pueda conservar o no su español. Si la segunda generación no rechaza el español de plano, lo más normal es que sus hijos también sean bilingües, y es probable que el dominio de las dos lenguas se institucionalice en la comunidad estadounidense de origen mexicano.

La conservación del español también se ve reforzada por la abrumadora mayoría (entre el 66% y el 85%) de inmigrantes mexicanos, e hispanos en general, que hacen hincapié en la necesidad de que sus hijos hablen bien español. Su actitud contrasta con las de otros grupos inmigrantes. El Centro de Pruebas Educativas, con sede en Nueva Jersey, afirma que existe « una diferencia cultural entre los padres asiáticos y los hispanos a la hora de hacer que sus hijos mantengan la lengua materna ». En parte, desde luego, dicha diferencia se debe al tamaño de las comunidades hispanas, que ofrecen incentivos para hablar la lengua materna con fluidez. Aunque los inmigrantes mexicanos e hispanos de segunda y tercera generación dominan el inglés, se apartan del modelo normal porque mantienen también su dominio del español. Los mexicanos de segunda o tercera generación que se educan sólo en inglés aprenden español ya de adultos, y animan a sus hijos a que lo hablen correctamente. El dominio del español, dice el catedrático de la Universidad de Nuevo México F. Chris García, es « lo que le enorgullece a cualquier hispano, lo que quiere proteger y fomentar ».

Se puede alegar que, en un mundo cada vez más reducido, todos los estadounidenses deberían hablar, al menos, una lengua extranjera importante -chino, japonés, hindi, ruso, árabe, urdu, francés, alemán o español- para poder comprender otra cultura y comunicarse con su gente.

Pero otra cosa distinta es afirmar que tienen que aprender una lengua distinta del inglés para poder comunicarse con otros compatriotas. Y, sin embargo, eso es lo que pretenden los defensores del español. Fortalecidos por el aumento de su población y su influencia, los dirigentes hispanos pretenden transformar Estados Unidos en una sociedad bilingüe. « El inglés no basta »-dice Osvaldo Soto, presidente de la Liga Hispano-americana contra la discriminación- ; no queremos una sociedad monolingüe". Del mismo modo, el catedrático de Literatura de Duke University (e inmigrante chileno) Ariel Dorfman pregunta : « ¿Este país va a hablar dos idiomas o sólo uno ? ». Y su respuesta, desde luego, es que tiene que hablar dos.

Las organizaciones de hispanos trabajan activamente para convencer al Congreso de Estados Unidos de que autorice programas de protección cultural dentro de la educación bilingüe ; como consecuencia, los niños tardan en incorporarse a las clases normales. El gran número de inmigrantes que llegan sin cesar hace que a los hispanohablantes de Nueva York, Miami o Los Ángeles les sea cada vez más fácil vivir a diario sin necesidad de hablar inglés. El 65% de los niños que reciben educación bilingüe en Nueva York son hispanohablantes y, por tanto, tienen poco o ningún motivo para usar el inglés en la escuela.

Los programas en dos idiomas, que van un poco más allá de la educación bilingüe, son cada vez más populares. En dichos programas, los alumnos reciben clases tanto en inglés como en español, en alternancia, con el fin de hacer que los angloparlantes dominen el español y los hispanohablantes dominen el inglés. Es decir, se equipara al español con el inglés y se convierte a Estados Unidos en un país con dos lenguas. En su discurso de marzo de 2000, el entonces secretario de Educación estadounidense, Richard Riley, dio su apoyo explícito a estos programas : « Excelencia para todos-Excellence for all ». Las organizaciones de derechos civiles, las autoridades religiosas (especialmente católicas) y numerosos políticos (tanto republicanos como demócratas) respaldan este movimiento hacia el bilingüismo. También lo apoyan -y es quizá tan importante como lo anterior- los grupos comerciales que pretenden quedarse con el mercado hispano. Es más, la orientación de las empresas estadounidenses hacia los clientes hispanos hace que necesiten cada vez más empleados bilingües, por lo que el bilingüismo influye en los salarios. En ciudades del suroeste como Phoenix y Las Vegas, los policías y bomberos bilingües cobran más que los que sólo hablan inglés. En Miami, según las conclusiones de un estudio realizado, las familias que sólo hablan español tienen unos ingresos medios de 18 000 dólares ; las que sólo hablan inglés tienen ingresos medios de 32 000 dólares, y las familias bilingües ganan más de 50 000 dólares. Por primera vez en la historia de Estados Unidos, cada vez hay más ciudadanos (sobre todo negros) que no pueden conseguir el trabajo o sueldo que sería de esperar porque sólo pueden comunicarse en inglés.

Los problemas sociales y culturales específicos que plantea la inmigración mexicana en Estados Unidos no han llamado mucho la atención ni han sido objeto de grandes discusiones, pero muchos especialistas llevan años advirtiendo sobre ellos. En 1983, el destacado sociólogo Morris Janowitz señalaba la « fuerte resistencia de los residentes de habla hispana a la aculturación », y afirmaba que « lo que distingue a los mexicanos de otros grupos inmigrantes es la constante resistencia de sus lazos comunitarios ».

Como consecuencia, « los mexicanos, junto con otras poblaciones de habla hispana, están creando una bifurcación en la estructura sociopolítica de Estados Unidos que coincide, aproximadamente, con las divisiones por nacionalidades ». Otros especialistas han destacado que la dimensión, persistencia y concentración regional de la inmigración mexicana son obstáculos para la asimilación. En 1997, los sociólogos Richard Alba y Víctor Nee señalaron que la interrupción de las grandes oleadas de inmigración durante cuatro décadas, desde 1924, « garantizó casi por completo el debilitamiento de las culturas y las comunidades étnicas a lo largo del tiempo ».

Ahora, si prosiguen los niveles actuales de inmigración latinoamericana « se creará un contexto étnico fundamentalmente distinto del que encontraron los descendientes de los inmigrantes europeos, pues las nuevas comunidades tienen más probabilidades de seguir siendo numerosas, llenas de vida cultural y ricas en instituciones ». En la situación actual, coincide el sociólogo Douglas Massey, « el carácter étnico estará, en proporción, más determinado por los inmigrantes y menos por las generaciones posteriores, con lo que el equilibrio de la identidad étnica reposará más en la lengua, la cultura y las formas de vida de la sociedad de origen ».

« Un flujo constante de recién llegados », sostienen los demógrafos Barry Edmonston y Jeffrey Passel, « especialmente en barrios mayoritariamente de inmigrantes, mantiene la lengua viva para ellos y sus hijos ». Por último, el especialista del Instituto Americano de Empresa Mark Alcoff observa que, como « la población de habla hispana se repone sin cesar con recién llegados, más rápido de lo que se asimila », el uso generalizado del español en Estados Unidos « es una realidad que no puede cambiarse, ni siquiera a largo plazo ».

En los debates de política lingüística, el difunto senador republicano de California S. I. Hayakawa destacó, en una ocasión, que los hispanos eran los únicos que se oponían al inglés. « ¿Por qué los filipinos o los coreanos no se oponen a que el inglés sea la lengua oficial ? Ni los japoneses. Ni los vietnamitas, desde luego, que están encantados de estar aquí. Se apresuran a aprender inglés y se dedican a ganar concursos de deletreo en todo el país. Los hispanos son los únicos que afirman que existe un problema. Ha habido un movimiento importante para conseguir que el español sea la segunda lengua oficial ».

Si la expansión del español como segunda lengua de Estados Unidos sigue adelante, con el tiempo podría tener serias consecuencias para la política y el gobierno. En muchos Estados, quizá, los aspirantes a cargos públicos tendrían que hablar ambos idiomas. Los candidatos bilingües a la presidencia y otros cargos federales electos tendrían ventaja sobre los que sólo hablasen inglés. Si la educación en dos idiomas se extiende en las escuelas primarias y secundarias, cada vez se exigirá más a los profesores que sean bilingües. Los documentos y formularios oficiales quizá tengan que publicarse siempre en los dos idiomas. Tal vez se aceptaría el uso de ambas lenguas en los comités y plenos del Congreso, y, en general, en las actividades de la Administración. Como la mayoría de las personas cuya lengua materna es el español, seguramente, sabrán algo de inglés, los angloparlantes que no sepan español estarán en desventaja a la hora de conseguir trabajo, ascensos y contratos.

En 1917, el ex presidente estadounidense Theodore Roosevelt dijo : « Debemos tener una sola bandera. Y debemos tener una sola lengua. Que debe ser la lengua de la Declaración de Independencia, el discurso de despedida de Washington, la proclamación de Lincoln en Gettysburg y su segunda toma de posesión ». En cambio, en junio de 2000, el presidente Bill Clinton aseguró : « Confío en ser el último presidente de Estados Unidos que no sepa hablar español ». Y en mayo de 2001, el presidente Bush celebró la fiesta nacional del 5 de mayo pronunciando su alocución semanal en la radio, por primera vez, en inglés y español. En septiembre de 2003, uno de los primeros debates entre los candidatos presidenciales del Partido Demócrata también se celebró en inglés y español. A pesar de la oposición de muchos estadounidenses, el español se está aproximando a la lengua de Washington, Jefferson, Lincoln, los Roosevelt y los Kennedy como idioma de Estados Unidos. Si la tendencia continúa, la división cultural entre hispanos y anglos puede llegar a sustituir a la división racial entre negros y blancos y convertirse en la escisión más grave de la sociedad estadounidense.

¿La amenaza del nacionalismo blanco ?

En el film de 1993 Un día de furia, Michael Douglas encarna a un antiguo empleado de una empresa del sector de la defensa que reacciona ante las humillaciones que, en su opinión, le impone una sociedad multicultural. « Desde la primera escena, escribió David Gates en Newsweek, la película enfrenta a Douglas -la imagen de una rectitud obsoleta : camisa blanca, corbata, gafas y corte de pelo a cepillo- contra una coalición multicolor de habitantes de Los Ángeles ». « Es una visión estereotipada del hombre blanco acosado en un Estados Unidos multicultural ».

Una reacción posible ante los cambios demográficos que están produciéndose en Estados Unidos podría ser un movimiento contra los hispanos, los negros y los inmigrantes, compuesto, sobre todo, por varones blancos de clase media y baja, en protesta por la pérdida de empleos que van a parar a los inmigrantes y a otros países, la perversión de su cultura y el desplazamiento de su lengua. Podríamos denominarlo « nacionalismo blanco ».

« Estos defensores de la raza blanca, de nuevo cuño, no tienen nada que ver con los políticos populistas y los encapuchados del Klan en el viejo sur », escribe Carol Swain en The New White Nationalism in America, de 2002. Los nuevos nacionalistas blancos no defienden la supremacía de la raza blanca, sino que creen en la supervivencia racial y afirman que la cultura es producto de la raza. Sostienen que estos cambios anuncian la sustitución de la cultura blanca por otra negra o mestiza, intelectual y moralmente inferior.

Dichas inquietudes se basan en los cambios en el equilibrio racial. Los blancos no hispanos han pasado de ser el 76,5% de la población en 1990 al 69,1% en 2000. En California -como en Hawai, Nuevo México y el distrito de Columbia-, hoy, los blancos no hispanos son minoría. Los demógrafos predicen que en 2040 los blancos no hispanos quizá sean minoría en todo Estados Unidos. Además, desde hace varias décadas, los grupos de intereses y las autoridades han promovido preferencias raciales y acciones de discriminación positiva que favorecen a los negros y a los inmigrantes no blancos. Mientras, las políticas de globalización se han llevado puestos de trabajo fuera del país, han incrementado la desigualdad de rentas y han facilitado el descenso del salario real para los estadounidenses de clase trabajadora.

Cuando un grupo social, étnico, racial o económico sufre o cree sufrir pérdidas de poder y categoría, casi siempre, se esfuerza para dar la vuelta a la situación. En 1961, la población de Bosnia-Herzegovina era un 43% serbia y un 26% musulmana. En 1991, era un 31% serbia y un 44% musulmana. Los serbios respondieron con la limpieza étnica. En 1990, la población de California estaba formada por un 57% de blancos no hispanos y un 26% de hispanos. Se prevé que para 2040 sea un 31% de blancos no hispanos y un 48% de hispanos. La posibilidad de que los blancos californianos reaccionen como los serbobosnios es nula. Pero la posibilidad de que no reaccionen también es nula ya que han reaccionado, al aprobar iniciativas contra las prestaciones para los inmigrantes ilegales, la discriminación positiva y la educación bilingüe, además de los blancos que abandonan el Estado.

La industrialización de finales del siglo XIX provocó pérdidas para los agricultores estadounidenses y empujó a crear grupos agrarios de protesta, como el Movimiento Populista, La Grange (la organización agrícola nacional más antigua del país), la Liga Nopartisana y la Federación Estadounidense del Campo. Hoy, los nacionalistas blancos podrían preguntarse : si los negros y los hispanos se organizan y hacen presión para obtener privilegios especiales, ¿por qué no los blancos ? Si la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color y el Consejo Nacional de la Raza son organizaciones legítimas, ¿por qué no va a serlo una organización nacional en defensa de los intereses blancos ? El nacionalismo blanco es « la próxima etapa lógica de la política de la identidad en Estados Unidos », afirma Swain, y eso coloca al país « en grave peligro de sufrir un conflicto racial a gran escala, sin precedentes en la historia de nuestra nación ».

La sangre antes que las fronteras

Hay grandes zonas del país cuya lengua y cuya cultura se están volviendo mayoritariamente hispanas, y el país, en general, está pasando a ser bilingüe y bicultural. La principal zona en la que está avanzando rápidamente la hispanización, por supuesto, es el suroeste. Como afirma el historiador Kennedy, los estadounidenses de origen mexicano en el suroeste tendrán pronto « la suficiente coherencia y masa crítica, en una región delimitada, para poder conservar su cultura particular, si lo desean, indefinidamente. También podrían intentar lo que no habría soñado ningún grupo anterior de inmigrantes : desafiar a los actuales sistemas cultural, político, legal, comercial y educativo, para cambiar (...) no sólo la lengua, sino las instituciones en las que trabajan ».

Abundan las anécdotas que indican esa tendencia. En 1994, los estadounidenses de origen mexicano se manifestaron enérgicamente contra la Proposición 187 de California -que limitaba las prestaciones de Seguridad Social a los hijos de inmigrantes ilegales- recorriendo las calles de Los Ángeles mientras ondeaban decenas de banderas mexicanas y volvían boca abajo las de Estados Unidos. En 1998, en un partido de fútbol entre México y Estados Unidos en esa misma ciudad, los mexicanos abuchearon el himno nacional estadounidense y atacaron a los jugadores de la selección. Y esas acciones de rechazo tan espectaculares no son exclusivamente obra de una minoría extremista dentro de la comunidad de inmigrantes mexicanos. Muchos no parecen identificarse, ni ellos ni sus hijos, con Estados Unidos.

Hay pruebas empíricas que confirman esa impresión. En 1992, un estudio realizado entre hijos de inmigrantes en el sur de California y el sur de Florida planteaba la siguiente pregunta : « ¿Con qué te identificas ; es decir, qué te consideras ? » Ningún hijo nacido en México contestó « estadounidense », frente al porcentaje de entre un 1,9% y un 9,3% de los procedentes de otros lugares de Latinoamérica y el Caribe. Entre los hijos nacidos en México, el mayor porcentaje (41,2%) era el de los que se identificaban como « hispanos » y el segundo grupo (36,2%) el de los que escogían « mexicanos ». Entre los hijos de mexicanos nacidos en Estados Unidos, menos del 4% respondió « estadounidense », frente al 28,5%-50% de los nacidos de padres procedentes de otros lugares de Latinoamérica. En la inmensa mayoría de los casos, los niños mexicanos no escogieron « estadounidense » como identificación fundamental (ni los nacidos en México ni los nacidos en Estados Unidos).

Desde el punto de vista demográfico, social y cultural, la reconquista del suroeste del país por los inmigrantes mexicanos está en marcha. No parece probable que se tomen medidas serias para unificar esos territorios con México, pero Charles Truxillo, de la Universidad de Nuevo México, predice que en 2080 los Estados del suroeste de Estados Unidos y los Estados del norte de México habrán constituido la República del Norte. Algunos autores denominan a esa zona « Mexamérica », « Amexica » o « Mexifornia ». « En este valle, somos todos mexicanos », declaró un antiguo comisionado del condado de El Paso (Texas) en 2001.

Esta tendencia podría consolidar las áreas de Estados Unidos con predominio mexicano en un bloque autónomo, cultural y lingüísticamente diferenciado y económicamente autosuficiente. « Tal vez estemos construyendo algo que obstruya el crisol », advierte el ex vicepresidente del Consejo Nacional de Información Graham Fuller, « una región y una agrupación étnica tan concentrada que no desee ni necesite asimilarse a la vida cotidiana (...), multiétnica y de habla inglesa ». Existe ya un prototipo de esa región : Miami.

Bienvenido a Miami.

Miami es la más hispana de las grandes ciudades en los 50 Estados de la Unión. Durante 30 años, los hispanohablantes (fundamentalmente cubanos) han ido estableciendo su dominio prácticamente en todos los aspectos de la vida de la ciudad y han transformado por completo su composición étnica, su cultura, su política y su lengua. La hispanización de Miami no tiene precedentes en la historia de las ciudades estadounidenses.

El crecimiento económico de Miami, impulsado por los primeros inmigrantes cubanos, convirtió a la ciudad en un polo de atracción para inmigrantes procedentes de otros países de Latinoamérica y el Caribe. En 2000, dos tercios de los habitantes de Miami eran hispanos, y más de la mitad, cubanos o de ascendencia cubana. Ese año, el 75,2% de los habitantes adultos hablaban una lengua distinta del inglés en su casa, frente al 55,7% de Los Ángeles y el 47,6% de Nueva York. En Miami, de los que no hablaban inglés en casa, el 87,2% hablaba español. En 2000, el 59,5% de los residentes en Miami había nacido en el extranjero, frente al 40,9% de Los Ángeles, el 36,8% de San Francisco y el 35,9% de Nueva York. Ese mismo año, sólo el 31,1% de los residentes adultos decían hablar muy bien inglés, frente al 39% en Los Ángeles, el 42,5% en San Francisco y el 46,5% en Nueva York.

La revolución cubana tuvo enormes repercusiones en Miami. La clase dirigente y empresarial que huía del régimen de Castro en los 60 inició el espectacular desarrollo económico del sur de Florida. Como no podían enviar dinero a los suyos, invertían en Miami. El crecimiento de las rentas en esta ciudad fue, en promedio, de un 11,5% anual en los 70 y un 7,7% en los 80. En el condado de Miami-Dade, las nóminas se triplicaron entre 1970 y 1995. El impulso económico cubano convirtió a Miami en un motor económico internacional y provocó la expansión del comercio y las inversiones internacionales. Los cubanos promovieron el turismo internacional, que, en los 90, llegó a sobrepasar al turismo interior e hizo de Miami un centro fundamental en la industria de los cruceros. Grandes empresas estadounidenses de los sectores de la fabricación, las comunicaciones y los productos de consumo cerraron sus sedes para Latinoamérica en otras ciudades estadounidenses y latinoamericanas y las trasladaron a Miami. Surgió una pujante comunidad de habla hispana en las artes y el espectáculo. Hoy, los cubanos pueden afirmar con legitimidad lo que dice el profesor Damián Fernández, de la Universidad Internacional de Florida - « Nosotros construimos la Miami moderna » -, e hicieron que su economía haya sobrepasado a la de muchos países latinoamericanos.

Un factor clave en esta evolución fue la expansión de los vínculos de Miami con Latinoamérica. A la ciudad llegaron brasileños, argentinos, chilenos, colombianos y venezolanos, y con ellos, su dinero. En 1993 se movieron en la ciudad unos 25 600 millones de dólares en comercio internacional, sobre todo relacionado con Latinoamérica. En todo el hemisferio, los latinoamericanos interesados por las inversiones, el comercio, la cultura, el espectáculo, las vacaciones y el narcotráfico empezaron a acudir, cada vez más, a Miami.

Esa posición tan destacada convirtió Miami en una ciudad hispana y dirigida por cubanos. Éstos, en contra de la tradición, no crearon ningún enclave inmigrante en un barrio concreto. Crearon una ciudad entera, con su propia cultura y su propia economía, donde la asimilación a la cultura estadounidense era innecesaria y, hasta cierto punto, indeseada. En 2000, el español no sólo era la lengua hablada en la mayoría de los hogares, sino que además era la lengua fundamental en el comercio, los negocios y la política. Los medios de comunicación cada vez eran más hispanos. En 1998, una televisión en lengua española alcanzó el primer puesto entre las más vistas por los habitantes de la ciudad, la primera vez que una cadena en lengua extranjera llegaba a ese puesto en una gran ciudad estadounidense. « Están al margen », decía un hispano triunfador a propósito de los no hispanos. « Aquí somos miembros de nuestra propia estructura de poder », presumía otro.

« En Miami no hay presiones para hacerse estadounidense », observa un sociólogo nacido en Cuba. « La gente puede vivir a la perfección en un enclave que habla español ». En 1999, los principales directivos del mayor banco de Miami, la mayor empresa inmobiliaria y el mayor bufete de abogados eran cubanos o de ascendencia cubana. Y también establecieron su dominio en la política. En 1999, el alcalde de Miami, el jefe de policía y el fiscal del condado de Miami-Dade, además de dos tercios de la delegación de Miami en el Congreso de Estados Unidos y casi la mitad de su cámara estatal, eran de origen cubano. Tras el caso de Elián González, en el año 2000, el administrador y el jefe de policía de Miami, que no eran hispanos, fueron sustituidos por cubanos.

El predominio cubano e hispano en Miami convirtió a los anglos (y a los negros) en minorías marginadas y a las que, con frecuencia, se podía ignorar. Sin poder comunicarse con los funcionarios de la Administración y ante la discriminación que ejercían los dependientes en las tiendas, los anglos empezaron a darse cuenta de lo que uno de ellos expresa así : « Dios mío, esto es ser una minoría ». A los anglos les quedaban tres opciones. Podían aceptar su posición subordinada y su marginación o intentar adoptar los modos, las costumbres y la lengua de los hispanos e integrarse en su comunidad ; la « aculturación a la inversa », lo llamaron los estudiosos Alejandro Portes y Alex Stepick. O podían irse de Miami ; y, entre 1983 y 1993, lo hicieron 140 000 personas, un éxodo que fue reflejado en una pegatina de coche : « El último estadounidense que salga de Miami, por favor, que traiga la bandera ».

Desprecio por la cultura

¿Representa Miami el futuro de Los Ángeles y el sur-oeste de Estados Unidos ? Al final, puede que los resultados sean parecidos : la creación de una gran comunidad diferenciada, hispanohablante, con los suficientes recursos económicos y políticos para mantener su identidad hispana apartada de la identidad nacional de otros estadounidenses y, al mismo tiempo, capaz de influir en la política, el Gobierno y la sociedad del país. Ahora bien, es posible que los procesos que desemboquen en esos resultados sean diferentes. La hispanización de Miami fue rápida y explícita, y estuvo impulsada por motivos económicos.

La hispanización del suroeste es más lenta e implacable, y está impulsada por motivos políticos. La afluencia de cubanos a Florida era intermitente y dependía de la política del Gobierno cubano. La inmigración mexicana, por el contrario, es continua, incluye un gran componente ilegal y no parece disminuir. La población hispana (es decir, sobre todo mexicana) del sur de California es mucho más numerosa que la de Miami en cifras absolutas, pero todavía no ha alcanzado su proporción, si bien aumenta a toda velocidad. Los primeros inmigrantes cubanos en el sur de Florida eran, en su mayor parte, de clase media y alta. Luego llegaron otras oleadas de clase baja. En el suroeste, la inmensa mayoría de los inmigrantes mexicanos son pobres, sin cualificar y con escasa educación, y sus hijos se enfrentan a condiciones similares.

Por consiguiente, las presiones para hispanizar el suroeste vienen de abajo, mientras que las del sur de Florida vienen de arriba. Aún así, a largo plazo, lo que importa son los números, sobre todo en una sociedad multicultural, una democracia política y una economía de mercado.

Otra gran diferencia radica en las relaciones de los cubanos y los mexicanos con sus países de origen. La comunidad cubana ha estado siempre unida por su hostilidad hacia el régimen de Castro ; la comunidad mexicana ha tenido una actitud más ambivalente respecto al Gobierno de su país. No obstante, desde los 80, el objetivo del Gobierno mexicano es desarrollar la dimensión, la riqueza y el poder político de la comunidad mexicana en el suroeste de Estados Unidos, e incorporar dicha población a la de México. « La nación mexicana se extiende más allá del territorio que delimitan sus fronteras », dijo en los 90 el entonces presidente mexicano Ernesto Zedillo. Su sucesor, Vicente Fox, llamó « héroes » a los emigrantes mexicanos, y se define a sí mismo como el presidente de 123 millones de mexicanos : 100 millones en México y 23 en Estados Unidos.

A medida que aumentan en número, los estadounidenses de origen mexicano se sienten cada vez más cómodos dentro de sus valores y, a menudo, desprecian los de Estados Unidos. Exigen que se reconozcan su cultura y la identidad mexicana histórica del suroeste del país. Destacan y celebran su pasado hispano y mexicano, como ocurrió en 1998, en las ceremonias y festividades -a las que asistió el vicepresidente español Rodrigo Rato- organizadas en Madrid (Nuevo México) para conmemorar la creación, 400 años antes, de la primera colonia europea en el suroeste, casi diez años antes de Jamestown.

Como informaba The New York Times en septiembre de 1999, la expansión hispana ha contribuido « a latinizar a muchos hispanos, a los que cada vez les cuesta menos reivindicar su pasado (...) ». Hay un dato que anuncia el futuro : En 1998, « José » sustituyó a « Michael » como nombre más popular para los recién nacidos en California y Texas.

Diferencias irreconciliables

Los estadounidenses de origen mexicano se identifican cada vez más con su cultura y su identidad. La constante expansión numérica fomenta la consolidación cultural y hace que los inmigrantes mexicanos ensalcen -en vez de reducirlas al mínimo- las diferencias entre su cultura y la estadounidense. Como dijo en 1995 el presidente del Consejo Nacional de La Raza : « Nuestro mayor problema es un choque cultural, un choque entre nuestros valores y los de la sociedad estadounidense ». Después explicó la superioridad de los valores hispanos sobre los anglos. Igual que Lionel Sosa, un próspero empresario estadounidense de origen mexicano, que en 1998, en Texas, elogió a la nueva clase de profesionales hispanos que tienen aspecto de anglos pero cuyos « valores siguen siendo muy distintos de los de un anglo ».

Desde luego, como ha señalado el politólogo Jorge I. Domínguez, los estadounidenses de origen mexicano tienen una actitud más favorable hacia la democracia que los demás mexicanos. No obstante, existen « feroces diferencias » entre los valores culturales de Estados Unidos y México, como observaba en 1995 Jorge Castañeda (posteriormente ministro mexicano de Exteriores). Castañeda citaba las diferencias en el ámbito social y económico, el carácter imprevisible, la concepción del tiempo simbolizada en el síndrome de mañana, la capacidad de obtener resultados rápidamente y la actitud respecto a la historia, expresada en « el tópico de que los mexicanos están obsesionados con la historia y los estadounidenses con el futuro ». Sosa enumera varias características hispanas (muy distintas a las angloprotestantes) que « impiden el avance de los latinos » : la desconfianza en la gente ajena a la familia ; la falta de iniciativa, seguridad y ambición ; la poca importancia que se da a la educación, y la aceptación de la pobreza como una virtud necesaria para entrar en el cielo. El autor Robert Kaplan cita a Alex Villa, un mexicano de tercera generación que vive en Tucson (Arizona) y dice que no conoce a casi nadie, en la comunidad mexicana del sur de Tucson, que crea que « la educación y el trabajo » son la vía hacia la prosperidad material y que, por tanto, esté dispuesto a « participar en Estados Unidos ».

Si continúa esta inmigración sin que mejore el proceso de asimilación, Estados Unidos podría acabar siendo un país dividido en dos lenguas y dos culturas. Es el modelo que siguen algunas democracias estables y prósperas, como Canadá y Bélgica. Pero las diferencias culturales en esos países no son equiparables a las que hay entre Estados Unidos y México, e incluso en esos lugares persisten las diferencias lingüísticas. No hay muchos canadienses angloparlantes que tengan el mismo dominio del inglés y el francés, y el Gobierno canadiense ha impuesto multas para conseguir que sus altos funcionarios hablaran los dos idiomas. Lo mismo ocurre en Bélgica. La transformación de Estados Unidos en un país como éstos no tendría por qué ser el fin del mundo, pero sí sería el fin del país que conocemos desde hace tres siglos. Los estadounidenses no deben dejar que ocurra, a no ser que estén convencidos de que esa nueva nación sería mejor.

Una transformación así no sólo revolucionaría el país, sino que tendría serias consecuencias para los hispanos, que estarían en Estados Unidos pero no serían de EE UU. Sosa termina su libro, El sueño americano (Plume, 1998), con unas palabras de aliento para empresarios hispanos ambiciosos.

« ¿El sueño americano (en el artículo en inglés : « The Americano dream ? ») ? », pregunta. "Existe, es realista y está al alcance de todos".

Sosa se equivoca. No existe el sueño americano. Sólo existe el American dream creado por una sociedad angloprotestante. Si los estadounidenses de origen mexicano quieren participar en ese sueño y esa sociedad, tendrán que soñar en inglés.


 ¿Algo más ?

El artículo de Samuel Huntington en Foreign Affairs (1993) que dio origen a su obra El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial (Paidós, Barcelona, 1997), ha sido desde entonces, y sobre todo desde el 11-S, fuente de debate y controversia sobre un supuesto enfrentamiento entre la civilización occidental y el Islam. Pero Huntington también hablaba de una civilización latinoamericana. Mexifornia : A State of Becoming (Encounter Books, San Francisco, 2003), de Victor Davis Hanson, de la California State University, predice también un dominio hispano al Québec que puede llevar a separatismos. Para consultar datos originales sobre la población hispana de Estados Unidos es imprescindible acceder a los últimos informes sobre la comunidad hispana de Estados Unidos en la web de su Oficina del Censo (www.census.gov/pubinfo/www/multimedia/LULAC.html). Roger Daniels ofrece una historia reciente de la política de inmigración de Estados Unidos en Guarding the Golden Door : American Immigrants and Immigration Policy since 1882 (Hill and Wang, Nueva York, 2003). El Centro de Estudios de Inmigración Comparativa de la Universidad de California-San Diego ha realizado un estudio sobre las consecuencias de esta política, disponible en www.ccis-ucsd.org. - Sobre la asimilación de los inmigrantes, ver Milton M. Gordon, Assimilation in American Life : The Role of Race, Religion, and National Origins (Oxford University Press, Nueva York, 1964). Richard Alba y Víctor Nee analizan los años 60 en Remaking the American Mainstream : Assimilation and Contemporary Immigration (Harvard University Press, Cambridge, 2003). El antropólogo español y experto en migraciones Tomás Calvo Buezas bucea en los problemas de la comunidad hispana de Estados Unidos en ’Puertorriqueños y otros hispanos : integración y desigualdad en una ciudad neoyorquina’, en Muchas Américas : cultura, sociedad y política en América Latina (Editorial Computense/ICI-V Centenario, Madrid, 1990).
 Sobre los problemas de la inmigración mexicana, consúltense los estudios incluidos en Crossings : Mexican Immigration in Interdisciplinary Perspectives (Centro David Rockefeller de Estudios Latinoamericanos, Harvard University, Cambridge, 1998), editado por Marcelo M. Suárez-Orozco.

Sobre la negociaciones entre Estados Unidos y México en torno al problema de la inmigración, véase el informe del Pew Hispanic Center How many undocumented : The numbers behind the U.S. Migration Talks en www.pewhispanic.org. Otros aspectos de las relaciones entre Estados Unidos y México se abordan en The California-Mexico Connection (eds. Abraham F. Lowenthal y Katrina Burgess, Stanford University Press, Stanford, 1993) y en The United States and Mexico, de Jorge I. Domínguez y R. Fernández de Castro (Routledge, Nueva York, 2001).

* Samuel Huntington es presidente de la Harvard Academy for International and Area Studies y autor de El orden político en las sociedades en cambio, La tercera ola, El choque de civilizaciones y, en colaboración con Peter L. Berger, Globalizaciones múltiples, publicados en España por Ediciones Paidós. Extracto de ¿Quién somos ?, cap. 9, Paidós, Barcelona (de próxima aparición).

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The Hispanic Challenge
By Samuel P. Huntington

Foreign Policy
March/April 2004

The persistent inflow of Hispanic immigrants threatens to divide the United States into two peoples, two cultures, and two languages. Unlike past immigrant groups, Mexicans and other Latinos have not assimilated into mainstream U.S. culture, forming instead their own political and linguistic enclaves-from Los Angeles to Miami-and rejecting the Anglo-Protestant values that built the American dream. The United States ignores this challenge at its peril.


America was created by 17th- and 18th-century settlers who were overwhelmingly white, British, and Protestant. Their values, institutions, and culture provided the foundation for and shaped the development of the United States in the following centuries. They initially defined America in terms of race, ethnicity, culture, and religion. Then, in the 18th century, they also had to define America ideologically to justify independence from their home country, which was also white, British, and Protestant. Thomas Jefferson set forth this "creed," as Nobel Prize-winning economist Gunnar Myrdal called it, in the Declaration of Independence, and ever since, its principles have been reiterated by statesmen and espoused by the public as an essential component of U.S. identity.

By the latter years of the 19th century, however, the ethnic component had been broadened to include Germans, Irish, and Scandinavians, and the United States’ religious identity was being redefined more broadly from Protestant to Christian. With World War II and the assimilation of large numbers of southern and eastern European immigrants and their offspring into U.S. society, ethnicity virtually disappeared as a defining component of national identity. So did race, following the achievements of the civil rights movement and the Immigration and Nationality Act of 1965. Americans now see and endorse their country as multiethnic and multiracial. As a result, American identity is now defined in terms of culture and creed.

Most Americans see the creed as the crucial element of their national identity. The creed, however, was the product of the distinct Anglo-Protestant culture of the founding settlers. Key elements of that culture include the English language ; Christianity ; religious commitment ; English concepts of the rule of law, including the responsibility of rulers and the rights of individuals ; and dissenting Protestant values of individualism, the work ethic, and the belief that humans have the ability and the duty to try to create a heaven on earth, a "city on a hill." Historically, millions of immigrants were attracted to the United States because of this culture and the economic opportunities and political liberties it made possible.

Contributions from immigrant cultures modified and enriched the Anglo-Protestant culture of the founding settlers. The essentials of that founding culture remained the bedrock of U.S. identity, however, at least until the last decades of the 20th century. Would the United States be the country that it has been and that it largely remains today if it had been settled in the 17th and 18th centuries not by British Protestants but by French, Spanish, or Portuguese Catholics ? The answer is clearly no. It would not be the United States ; it would be Quebec, Mexico, or Brazil. In the final decades of the 20th century, however, the United States’ Anglo-Protestant culture and the creed that it produced came under assault by the popularity in intellectual and political circles of the doctrines of multiculturalism and diversity ; the rise of group identities based on race, ethnicity, and gender over national identity ; the impact of transnational cultural diasporas ; the expanding number of immigrants with dual nationalities and dual loyalties ; and the growing salience for U.S. intellectual, business, and political elites of cosmopolitan and transnational identities. The United States’ national identity, like that of other nation-states, is challenged by the forces of globalization as well as the needs that globalization produces among people for smaller and more meaningful "blood and belief" identities.

In this new era, the single most immediate and most serious challenge to America’s traditional identity comes from the immense and continuing immigration from Latin America, especially from Mexico, and the fertility rates of these immigrants compared to black and white American natives. Americans like to boast of their past success in assimilating millions of immigrants into their society, culture, and politics.

But Americans have tended to generalize about immigrants without distinguishing among them and have focused on the economic costs and benefits of immigration, ignoring its social and cultural consequences. As a result, they have overlooked the unique characteristics and problems posed by contemporary Hispanic immigration. The extent and nature of this immigration differ fundamentally from those of previous immigration, and the assimilation successes of the past are unlikely to be duplicated with the contemporary flood of immigrants from Latin America. This reality poses a fundamental question : Will the United States remain a country with a single national language and a core Anglo-Protestant culture ? By ignoring this question, Americans acquiesce to their eventual transformation into two peoples with two cultures (Anglo and Hispanic) and two languages (English and Spanish).

The impact of Mexican immigration on the United States becomes evident when one imagines what would happen if Mexican immigration abruptly stopped. The annual flow of legal immigrants would drop by about 175,000, closer to the level recommended by the 1990s Commission on Immigration Reform chaired by former U.S. Congresswoman Barbara Jordan. Illegal entries would diminish dramatically. The wages of low-income U.S. citizens would improve. Debates over the use of Spanish and whether English should be made the official language of state and national governments would subside. Bilingual education and the controversies it spawns would virtually disappear, as would controversies over welfare and other benefits for immigrants. The debate over whether immigrants pose an economic burden on state and federal governments would be decisively resolved in the negative.

The average education and skills of the immigrants continuing to arrive would reach their highest levels in U.S. history. The inflow of immigrants would again become highly diverse, creating increased incentives for all immigrants to learn English and absorb U.S. culture. And most important of all, the possibility of a de facto split between a predominantly Spanish-speaking United States and an English-speaking United States would disappear, and with it, a major potential threat to the country’s cultural and political integrity.

A World of difference

Contemporary Mexican and, more broadly, Latin American immigration is without precedent in U.S. history. The experience and lessons of past immigration have little relevance to understanding its dynamics and consequences. Mexican immigration differs from past immigration and most other contemporary immigration due to a combination of six factors : contiguity, scale, illegality, regional concentration, persistence, and historical presence.

Contiguity

Americans’ idea of immigration is often symbolized by the Statue of Liberty, Ellis Island, and, more recently perhaps, New York’s John F. Kennedy Airport. In other words, immigrants arrive in the United States after crossing several thousand miles of ocean. U.S. attitudes toward immigrants and U.S. immigration policies are shaped by such images. These assumptions and policies, however, have little or no relevance for Mexican immigration. The United States is now confronted by a massive influx of people from a poor, contiguous country with more than one third the population of the United States. They come across a 2,000-mile border historically marked simply by a line in the ground and a shallow river.

This situation is unique for the United States and the world. No other First World country has such an extensive land frontier with a Third World country. The significance of the long Mexican-U.S. border is enhanced by the economic differences between the two countries. "The income gap between the United States and Mexico," Stanford University historian David Kennedy has pointed out, "is the largest between any two contiguous countries in the world." Contiguity enables Mexican immigrants to remain in intimate contact with their families, friends, and home localities in Mexico as no other immigrants have been able to do.

Scale

The causes of Mexican, as well as other, immigration are found in the demographic, economic, and political dynamics of the sending country and the economic, political, and social attractions of the United States. Contiguity, however, obviously encourages immigration. Mexican immigration increased steadily after 1965. About 640,000 Mexicans legally migrated to the United States in the 1970s ; 1,656,000 in the 1980s ; and 2,249,000 in the 1990s. In those three decades, Mexicans accounted for 14 percent, 23 percent, and 25 percent of total legal immigration. These percentages do not equal the rates of immigrants who came from Ireland between 1820 and 1860, or from Germany in the 1850s and 1860s. Yet they are high compared to the highly dispersed sources of immigrants before World War I, and compared to other contemporary immigrants. To them one must also add the huge numbers of Mexicans who each year enter the United States illegally. Since the 1960s, the numbers of foreign-born people in the United States have expanded immensely, with Asians and Latin Americans replacing Europeans and Canadians, and diversity of source dramatically giving way to the dominance of one source : Mexico.

SIDEBAR : From Diversity to Dominance

Mexican immigrants constituted 27.6 percent of the total foreign-born U.S. population in 2000. The next largest contingents, Chinese and Filipinos, amounted to only 4.9 percent and 4.3 percent of the foreign-born population. In the 1990s, Mexicans composed more than half of the new Latin American immigrants to the United States and, by 2000, Hispanics totaled about one half of all migrants entering the continental United States. Hispanics composed 12 percent of the total U.S. population in 2000. This group increased by almost 10 percent from 2000 to 2002 and has now become larger than blacks. It is estimated Hispanics may constitute up to 25 percent of the U.S. population by 2050. These changes are driven not just by immigration but also by fertility. In 2002, fertility rates in the United States were estimated at 1.8 for non-Hispanic whites, 2.1 for blacks, and 3.0 for Hispanics. "This is the characteristic shape of developing countries," The Economist commented in 2002. "As the bulge of Latinos enters peak child-bearing age in a decade or two, the Latino share of America’s population will soar." In the mid-19th century, English speakers from the British Isles dominated immigration into the United States. The pre-World War I immigration was highly diversified linguistically, including many speakers of Italian, Polish, Russian, Yiddish, English, German, Swedish, and other languages. But now, for the first time in U.S. history, half of those entering the United States speak a single non-English language.

Illegality

Illegal entry into the United States is overwhelmingly a post-1965 and Mexican phenomenon. For almost a century after the adoption of the U.S. Constitution, no national laws restricted or prohibited immigration, and only a few states imposed modest limits. During the following 90 years, illegal immigration was minimal and easily controlled. The 1965 immigration law, the increased availability of transportation, and the intensified forces promoting Mexican emigration drastically changed this situation. Apprehensions by the U.S. Border Patrol rose from 1.6 million in the 1960s to 8.3 million in the 1970s, 11.9 million in the 1980s, and 14.7 million in the 1990s. Estimates of the Mexicans who successfully enter illegally each year range from 105,000 (according to a binational Mexican-American commission) to 350,000 during the 1990s (according to the U.S. Immigration and Naturalization Service). The 1986 Immigration Reform and Control Act contained provisions to legalize the status of existing illegal immigrants and to reduce future illegal immigration through employer sanctions and other means.

The former goal was achieved : Some 3.1 million illegal immigrants, about 90 percent of them from Mexico, became legal "green card" residents of the United States. But the latter goal remains elusive. Estimates of the total number of illegal immigrants in the United States rose from 4 million in 1995 to 6 million in 1998, to 7 million in 2000, and to between 8 and 10 million by 2003. Mexicans accounted for 58 percent of the total illegal population in the United States in 1990 ; by 2000, an estimated 4.8 million illegal Mexicans made up 69 percent of that population. In 2000, illegal Mexicans in the United States were 25 times as numerous as the next largest contingent, from El Salvador.

Regional Concentration

The U.S. Founding Fathers considered the dispersion of immigrants essential to their assimilation. That has been the pattern historically and continues to be the pattern for most contemporary non-Hispanic immigrants. Hispanics, however, have tended to concentrate regionally : Mexicans in Southern California, Cubans in Miami, Dominicans and Puerto Ricans (the last of whom are not technically immigrants) in New York. The more concentrated immigrants become, the slower and less complete is their assimilation.

In the 1990s, the proportions of Hispanics continued to grow in these regions of heaviest concentration. At the same time, Mexicans and other Hispanics were also establishing beachheads elsewhere. While the absolute numbers are often small, the states with the largest percentage increases in Hispanic population between 1990 and 2000 were, in decreasing order : North Carolina (449 percent increase), Arkansas, Georgia, Tennessee, South Carolina, Nevada, and Alabama (222 percent). Hispanics have also established concentrations in individual cities and towns throughout the United States. For example, in 2003, more than 40 percent of the population of Hartford, Connecticut, was Hispanic (primarily Puerto Rican), outnumbering the city’s 38 percent black population. "Hartford," the city’s first Hispanic mayor proclaimed, "has become a Latin city, so to speak. It’s a sign of things to come," with Spanish increasingly used as the language of commerce and government.

The biggest concentrations of Hispanics, however, are in the Southwest, particularly California. In 2000, nearly two thirds of Mexican immigrants lived in the West, and nearly half in California. To be sure, the Los Angeles area has immigrants from many countries, including Korea and Vietnam. The sources of California’s foreign-born population, however, differ sharply from those of the rest of the country, with those from a single country, Mexico, exceeding totals for all of the immigrants from Europe and Asia. In Los Angeles, Hispanics-overwhelmingly Mexican-far outnumber other groups. In 2000, 64 percent of the Hispanics in Los Angeles were of Mexican origin, and 46.5 percent of Los Angeles residents were Hispanic, while 29.7 percent were non-Hispanic whites. By 2010, it is estimated that Hispanics will make up more than half of the Los Angeles population.

Most immigrant groups have higher fertility rates than natives, and hence the impact of immigration is felt heavily in schools. The highly diversified immigration into New York, for example, creates the problem of teachers dealing with classes containing students who may speak 20 different languages at home. In contrast, Hispanic children make up substantial majorities of the students in the schools in many Southwestern cities. "No school system in a major U.S. city," political scientists Katrina Burgess and Abraham Lowenthal said of Los Angeles in their 1993 study of Mexico-California ties, "has ever experienced such a large influx of students from a single foreign country. The schools of Los Angeles are becoming Mexican." By 2002, more than 70 percent of the students in the Los Angeles Unified School District were Hispanic, predominantly Mexican, with the proportion increasing steadily ; 10 percent of schoolchildren were non-Hispanic whites. In 2003, for the first time since the 1850s, a majority of newborn children in California were Hispanic.

Persistence

Previous waves of immigrants eventually subsided, the proportions coming from individual countries fluctuated greatly, and, after 1924, immigration was reduced to a trickle. In contrast, the current wave shows no sign of ebbing and the conditions creating the large Mexican component of that wave are likely to endure, absent a major war or recession. In the long term, Mexican immigration could decline when the economic well-being of Mexico approximates that of the United States. As of 2002, however, U.S. gross domestic product per capita was about four times that of Mexico (in purchasing power parity terms). If that difference were cut in half, the economic incentives for migration might also drop substantially. To reach that ratio in any meaningful future, however, would require extremely rapid economic growth in Mexico, at a rate greatly exceeding that of the United States. Yet, even such dramatic economic development would not necessarily reduce the impulse to emigrate. During the 19th century, when Europe was rapidly industrializing and per capita incomes were rising, 50 million Europeans emigrated to the Americas, Asia, and Africa.

Historical Presence

No other immigrant group in U.S. history has asserted or could assert a historical claim to U.S. territory. Mexicans and Mexican Americans can and do make that claim. Almost all of Texas, New Mexico, Arizona, California, Nevada, and Utah was part of Mexico until Mexico lost them as a result of the Texan War of Independence in 1835-1836 and the Mexican-American War of 1846-1848. Mexico is the only country that the United States has invaded, occupied its capital-placing the Marines in the "halls of Montezuma"-and then annexed half its territory. Mexicans do not forget these events. Quite understandably, they feel that they have special rights in these territories. "Unlike other immigrants," Boston College political scientist Peter Skerry notes, "Mexicans arrive here from a neighboring nation that has suffered military defeat at the hands of the United States ; and they settle predominantly in a region that was once part of their homeland.. Mexican Americans enjoy a sense of being on their own turf that is not shared by other immigrants."

At times, scholars have suggested that the Southwest could become the United States’ Quebec. Both regions include Catholic people and were conquered by Anglo-Protestant peoples, but otherwise they have little in common. Quebec is 3,000 miles from France, and each year several hundred thousand Frenchmen do not attempt to enter Quebec legally or illegally. History shows that serious potential for conflict exists when people in one country begin referring to territory in a neighboring country in proprietary terms and to assert special rights and claims to that territory.

Spanglish as a Second Language

In the past, immigrants originated overseas and often overcame severe obstacles and hardships to reach the United States. They came from many different countries, spoke different languages, and came legally. Their flow fluctuated over time, with significant reductions occurring as a result of the Civil War, World War I, and the restrictive legislation of 1924. They dispersed into many enclaves in rural areas and major cities throughout the Northeast and Midwest. They had no historical claim to any U.S. territory.

On all these dimensions, Mexican immigration is fundamentally different. These differences combine to make the assimilation of Mexicans into U.S. culture and society much more difficult than it was for previous immigrants. Particularly striking in contrast to previous immigrants is the failure of third- and fourth-generation people of Mexican origin to approximate U.S. norms in education, economic status, and intermarriage rates. The size, persistence, and concentration of Hispanic immigration tends to perpetuate the use of Spanish through successive generations. The evidence on English acquisition and Spanish retention among immigrants is limited and ambiguous. In 2000, however, more than 28 million people in the United States spoke Spanish at home (10.5 percent of all people over age five), and almost 13.8 million of these spoke English worse than "very well," a 66 percent increase since 1990. According to a U.S. Census Bureau report, in 1990 about 95 percent of Mexican-born immigrants spoke Spanish at home ; 73.6 percent of these did not speak English very well ; and 43 percent of the Mexican foreign-born were "linguistically isolated." An earlier study in Los Angeles found different results for the U.S.-born second generation. Just 11.6 percent spoke only Spanish or more Spanish than English, 25.6 percent spoke both languages equally, 32.7 percent more English than Spanish, and 30.1 percent only English. In the same study, more than 90 percent of the U.S.-born people of Mexican origin spoke English fluently. Nonetheless, in 1999, some 753,505 presumably second-generation students in Southern California schools who spoke Spanish at home were not proficient in English. English language use and fluency for first- and second-generation Mexicans thus seem to follow the pattern common to past immigrants.

Two questions remain, however. First, have changes occurred over time in the acquisition of English and the retention of Spanish by second-generation Mexican immigrants ? One might suppose that, with the rapid expansion of the Mexican immigrant community, people of Mexican origin would have less incentive to become fluent in and to use English in 2000 than they had in 1970. Second, will the third generation follow the classic pattern with fluency in English and little or no knowledge of Spanish, or will it retain the second generation’s fluency in both languages ? Second-generation immigrants often look down on and reject their ancestral language and are embarrassed by their parents’ inability to communicate in English.

Presumably, whether second-generation Mexicans share this attitude will help shape the extent to which the third generation retains any knowledge of Spanish. If the second generation does not reject Spanish outright, the third generation is also likely to be bilingual, and fluency in both languages is likely to become institutionalized in the Mexican-American community. Spanish retention is also bolstered by the overwhelming majorities (between 66 percent and 85 percent) of Mexican immigrants and Hispanics who emphasize the need for their children to be fluent in Spanish. These attitudes contrast with those of other immigrant groups. The New Jersey-based Educational Testing Service finds "a cultural difference between the Asian and Hispanic parents with respect to having their children maintain their native language." In part, this difference undoubtedly stems from the size of Hispanic communities, which creates incentives for fluency in the ancestral language. Although second- and third-generation Mexican Americans and other Hispanics acquire competence in English, they also appear to deviate from the usual pattern by maintaining their competence in Spanish. Second- or third-generation Mexican Americans who were brought up speaking only English have learned Spanish as adults and are encouraging their children to become fluent in it.

Spanish-language competence, University of New Mexico professor F. Chris Garcia has stated, is "the one thing every Hispanic takes pride in, wants to protect and promote." A persuasive case can be made that, in a shrinking world, all Americans should know at least one important foreign language-Chinese, Japanese, Hindi, Russian, Arabic, Urdu, French, German, or Spanish-so as to understand a foreign culture and communicate with its people. It is quite different to argue that Americans should know a non-English language in order to communicate with their fellow citizens. Yet that is what the Spanish-language advocates have in mind. Strengthened by the growth of Hispanic numbers and influence, Hispanic leaders are actively seeking to transform the United States into a bilingual society. "English is not enough," argues Osvaldo Soto, president of the Spanish American League Against Discrimination. "We don’t want a monolingual society." Similarly, Duke University literature professor (and Chilean immigrant) Ariel Dorfman asks, "Will this country speak two languages or merely one ?"And his answer, of course, is that it should speak two. Hispanic organizations play a central role in inducing the U.S. Congress to authorize cultural maintenance programs in bilingual education ; as a result, children are slow to join mainstream classes. The continuing huge inflow of migrants makes it increasingly possible for Spanish speakers in New York, Miami, and Los Angeles to live normal lives without knowing English. Sixty-five percent of the children in bilingual education in New York are Spanish speakers and hence have little incentive or need to use English in school. Dual-language programs, which go one step beyond bilingualeducation, have become increasingly popular. In these programs, students are taught in both English and Spanish on an alternating basis with a view to making English-speakers fluent in Spanish and Spanish-speakers fluent in English, thus making Spanish the equal of English and transforming the United States into a two-language country. Then U.S. Secretary of Education Richard Riley explicitly endorsed these programs in his March 2000 speech, "Excelencia para Todos-Excellence forall." Civil rightsorganizations, church leaders (particularly Catholic ones), and many politicians (Republican as well as Democrat) support the impetus toward bilingualism.

Perhaps equally important, business groups seeking to corner the Hispanic market support bilingualism as well. Indeed, the orientation of U.S. businesses to Hispanic customers means they increasingly need bilingual employees ; therefore, bilingualism is affecting earnings. Bilingual police officers and firefighters in southwestern cities such as Phoenix and Las Vegas are paid more than those who only speak English. In Miami, one study found, families that spoke only Spanish had average incomes of $18,000 ; English-only families had average incomes of $32,000 ; and bilingual families averaged more than $50,000. For the first time in U.S. history, increasing numbers of Americans (particularly black Americans) will not be able to receive the jobs or the pay they would otherwise receive because they can speak to their fellow citizens only in English.

In the debates over language policy, the late California Republican Senator S.I. Hayakawa once highlighted the unique role of Hispanics in opposing English. "Why is it that no Filipinos, no Koreans object to making English the official language ? No Japanese have done so. And certainly not the Vietnamese, who are so damn happy to be here. They’re learning English as fast as they can and winning spelling bees all across the country. But the Hispanics alone have maintained there is a problem. There [has been] considerable movement to make Spanish the second official language." If the spread of Spanish as the United States’ second language continues, it could, in due course, have significant consequences in politics and government. In many states, those aspiring to political office might have to be fluent in both languages. Bilingual candidates for president and elected federal positions would have an advantage over English-only speakers. If dual-language education becomes prevalent in elementary and secondary schools, teachers will increasingly be expected to be bilingual.

Government documents and forms could routinely be published in both languages. The use of both languages could become acceptable in congressional hearings and debates and in the general conduct of government business. Because most of those whose first language is Spanish will also probably have some fluency in English, English speakers lacking fluency in Spanish are likely to be and feel at a disadvantage in the competition for jobs, promotions, and contracts.

In 1917, former U.S. President Theodore Roosevelt said : "We must have but one flag. We must also have but one language. That must be the language of the Declaration of Independence, of Washington’s Farewell address, of Lincoln’s Gettysburg speech and second inaugural." By contrast, in June 2000, U.S. president Bill Clinton said, "I hope very much that I’m the last president in American history who can’t speak Spanish." And in May 2001, President Bush celebrated Mexico’s Cinco de Mayo national holiday by inaugurating the practice of broadcasting the weekly presidential radio address to the American people in both English and Spanish. In September 2003, one of the first debates among the Democratic Party’s presidential candidates also took place in both English and Spanish. Despite the opposition of large majorities of Americans, Spanish is joining the language of Washington, Jefferson, Lincoln, the Roosevelts, and the Kennedys as the language of the United States. If this trend continues, the cultural division between Hispanics and Anglos could replace the racial division between blacks and whites as the most serious cleavage in U.S. society.

Blood Is Thicker Than Borders

Massive Hispanic immigration affects the United States in two significant ways : Important portions of the country become predominantly Hispanic in language and culture, and the nation as a whole becomes bilingual and bicultural. The most important area where Hispanization is proceeding rapidly is, of course, the Southwest. As historian Kennedy argues, Mexican Americans in the Southwest will soon have "sufficient coherence and critical mass in a defined region so that, if they choose, they can preserve their distinctive culture indefinitely. They could also eventually undertake to do what no previous immigrant group could have dreamed of doing : challenge the existing cultural, political, legal, commercial, and educational systems to change fundamentally not only the language but also the very institutions in which they do business."

Anecdotal evidence of such challenges abounds. In 1994, Mexican Americans vigorously demonstrated against California’s Proposition 187-which limited welfare benefits to children of illegal immigrants-by marching through the streets of Los Angeles waving scores of Mexican flags and carrying U.S. flags upside down. In 1998, at a Mexico-United States soccer match in Los Angeles, Mexican Americans booed the U.S. national anthem and assaulted U.S. players. Such dramatic rejections of the United States and assertions of Mexican identity are not limited to an extremist minority in the Mexican-American community. Many Mexican immigrants and their offspring simply do not appear to identify primarily with the United States.

Empirical evidence confirms such appearances. A 1992 study of children of immigrants in Southern California and South Florida posed the following question : "How do you identify, that is, what do you call yourself ?" None of the children born in Mexico answered "American," compared with 1.9 percent to 9.3 percent of those born elsewhere in Latin America or the Caribbean. The largest percentage of Mexican-born children (41.2 percent) identified themselves as "Hispanic," and the second largest (36.2 percent) chose "Mexican." Among Mexican-American children born in the United States, less than 4 percent responded "American," compared to 28.5 percent to 50 percent of those born in the United States with parents from elsewhere in Latin America.

Whether born in Mexico or in the United States, Mexican children overwhelmingly did not choose "American" as their primary identification. Demographically, socially, and culturally, the reconquista (re-conquest) of the Southwest United States by Mexican immigrants is well underway. A meaningful move to reunite these territories with Mexico seems unlikely, but Prof. Charles Truxillo of the University of New Mexico predicts that by 2080 the southwestern states of the United States and the northern states of Mexico will form La República del Norte (The Republic of the North). Various writers have referred to the southwestern United States plus northern Mexico as "MexAmerica" or "Amexica" or "Mexifornia." "We are all Mexicans in this valley," a former county commissioner of El Paso, Texas, declared in 2001.

This trend could consolidate the Mexican-dominant areas of the United States into an autonomous, culturally and linguistically distinct, and economically self-reliant bloc within the United States. "We may be building toward the one thing that will choke the melting pot," warns former National Intelligence Council Vice Chairman Graham Fuller, "an ethnic area and grouping so concentrated that it will not wish, or need, to undergo assimilation into the mainstream of American multi-ethnic English-speaking life." A prototype of such a region already exists-in Miami.

Bienvenido a Miami

Miami is the most Hispanic large city in the 50 U.S. states. Over the course of 30 years, Spanish speakers-overwhelmingly Cuban-established their dominance in virtually every aspect of the city’s life, fundamentally changing its ethnic composition, culture, politics, and language. The Hispanization of Miami is without precedent in the history of U.S. cities. The economic growth of Miami, led by the early Cuban immigrants, made the city a magnet for migrants from other Latin American and Caribbean countries. By 2000, two thirds of Miami’s people were Hispanic, and more than half were Cuban or of Cuban descent. In 2000, 75.2 percent of adult Miamians spoke a language other than English at home, compared to 55.7 percent of the residents of Los Angeles and 47.6 percent of New Yorkers. (Of Miamians speaking a non-English language at home, 87.2 percent spoke Spanish.) In 2000, 59.5 percent of Miami residents were foreign-born, compared to 40.9 percent in Los Angeles, 36.8 percent in San Francisco, and 35.9 percent in New York. In 2000, only 31.1 percent of adult Miami residents said they spoke English very well, compared to 39.0 percent in Los Angeles, 42.5 percent in San Francisco, and 46.5 percent in New York.

The Cuban takeover had major consequences for Miami. The elite and entrepreneurial class fleeing the regime of Cuban dictator Fidel Castro in the 1960s started dramatic economic development in South Florida. Unable to send money home, they invested in Miami. Personal income growth in Miami averaged 11.5 percent a year in the 1970s and 7.7 percent a year in the 1980s. Payrolls in Miami-Dade County tripled between 1970 and 1995. The Cuban economic drive made Miami an international economic dynamo, with expanding international trade and investment. The Cubans promoted international tourism, which, by the 1990s, exceeded domestic tourism and made Miami a leading center of the cruise ship industry. Major U.S. corporations in manufacturing, communications, and consumer products moved their Latin American headquarters to Miami from other U.S. and Latin American cities. A vigorous Spanish artistic and entertainment community emerged. Today, the Cubans can legitimately claim that, in the words of Prof. Damian Fernández of Florida International University, "We built modern Miami," and made its economy larger than those of many Latin American countries.

A key part of this development was the expansion of Miami’s economic ties with Latin America. Brazilians, Argentines, Chileans, Colombians, and Venezuelans flooded into Miami, bringing their money with them. By 1993, some $25.6 billion in international trade, mostly involving Latin America, moved through the city. Throughout the hemisphere, Latin Americans concerned with investment, trade, culture, entertainment, holidays, and drug smuggling increasingly turned to Miami. Such eminence transformed Miami into a Cuban-led, Hispanic city. The Cubans did not, in the traditional pattern, create an enclave immigrant neighborhood. Instead, they created an enclave city with its own culture and economy, in which assimilation and Americanization were unnecessary and in some measure undesired. By 2000, Spanish was not just the language spoken in most homes, it was also the principal language of commerce, business, and politics.

The media and communications industry became increasingly Hispanic. In 1998, a Spanish-language television station became the number-one station watched by Miamians-the first time a foreign-language station achieved that rating in a major U.S. city. "They’re outsiders," one successful Hispanic said of non-Hispanics. "Here we are members of the power structure," another boasted. "In Miami there is no pressure to be American," one Cuban-born sociologist observed. "People can make a living perfectly well in an enclave that speaks Spanish." By 1999, the heads of Miami’s largest bank, largest real estate development company, and largest law firm were all Cuban-born or of Cuban descent. The Cubans also established their dominance in politics. By 1999, the mayor of Miami and the mayor, police chief, and state attorney of Miami-Dade County, plus two thirds of Miami’s U.S. Congressional delegation and nearly one half of its state legislators, were of Cuban origin. In the wake of the Elián González affair in 2000, the non-Hispanic city manager and police chief in Miami City were replaced by Cubans.

The Cuban and Hispanic dominance of Miami left Anglos (as well as blacks) as outside minorities that could often be ignored. Unable to communicate with government bureaucrats and discriminated against by store clerks, the Anglos came to realize, as one of them put it, "My God, this is what it’s like to be the minority." The Anglos had three choices. They could accept their subordinate and outsider position. They could attempt to adopt the manners, customs, and language of the Hispanics and assimilate into the Hispanic community-"acculturation in reverse," as the scholars Alejandro Portes and Alex Stepick labeled it. Or they could leave Miami, and between 1983 and 1993, about 140,000 did just that, their exodus reflected in a popular bumper sticker : "Will the last American to leave Miami, please bring the flag."

Contempt of culture

Is Miami the future for Los Angeles and the southwest United States ? In the end, the results could be similar : the creation of a large, distinct, Spanish-speaking community with economic and political resources sufficient to sustain its Hispanic identity apart from the national identity of other Americans and also able to influence U.S. politics, government, and society. However, the processes by which this result might come about differ. The Hispanization of Miami has been rapid, explicit, and economically driven. The Hispanization of the Southwest has been slower, unrelenting, and politically driven.

The Cuban influx into Florida was intermittent and responded to the policies of the Cuban government. Mexican immigration, on the other hand, is continuous, includes a large illegal component, and shows no signs of tapering. The Hispanic (that is, largely Mexican) population of Southern California far exceeds in number but has yet to reach the proportions of the Hispanic population of Miami-though it is increasing rapidly.

The early Cuban immigrants in South Florida were largely middle and upper class. Subsequent immigrants were more lower class. In the Southwest, overwhelming numbers of Mexican immigrants have been poor, unskilled, and poorly educated, and their children are likely to face similar conditions. The pressures toward Hispanization in the Southwest thus come from below, whereas those in South Florida came from above. In the long run, however, numbers are power, particularly in a multicultural society, a political democracy, and a consumer economy.

Another major difference concerns the relations of Cubans and Mexicans with their countries of origin. The Cuban community has been united in its hostility to the Castro regime and in its efforts to punish and overthrow that regime. The Cuban government has responded in kind. The Mexican community in the United States has been more ambivalent and nuanced in its attitudes toward the Mexican government. Since the 1980s, however, the Mexican government has sought to expand the numbers, wealth, and political power of the Mexican community in the U.S. Southwest and to integrate that population with Mexico. "The Mexican nation extends beyond the territory enclosed by its borders," Mexican President Ernesto Zedillo said in the 1990s. His successor, Vicente Fox, called Mexican emigrants "heroes" and describes himself as president of 123 million Mexicans, 100 million in Mexico and 23 million in the United States.

As their numbers increase, Mexican Americans feel increasingly comfortable with their own culture and often contemptuous of American culture. They demand recognition of their culture and the historic Mexican identity of the U.S. Southwest. They call attention to and celebrate their Hispanic and Mexican past, as in the 1998 ceremonies and festivities in Madrid, New Mexico, attended by the vice president of Spain, honoring the establishment 400 years earlier of the first European settlement in the Southwest, almost a decade before Jamestown. As the New York Times reported in September 1999, Hispanic growth has been able to "help ’Latinize’ many Hispanic people who are finding it easier to affirm their heritage… They find strength in numbers, as younger generations grow up with more ethnic pride and as a Latin influence starts permeating fields such as entertainment, advertising, and politics." One index foretells the future : In 1998, "José" replaced "Michael" as the most popular name for newborn boys in both California and Texas.

Irreconcilable Differences

The persistence of Mexican immigration into the United States reduces the incentives for cultural assimilation. Mexican Americans no longer think of themselves as members of a small minority who must accommodate the dominant group and adopt its culture. As their numbers increase, they become more committed to their own ethnic identity and culture. Sustained numerical expansion promotes cultural consolidation and leads Mexican Americans not to minimize but to glory in the differences between their culture and U.S. culture. As the president of the National Council of La Raza said in 1995 : "The biggest problem we have is a cultural clash, a clash between our values and the values in American society." He then went on to spell out the superiority of Hispanic values to American values.

In similar fashion, Lionel Sosa, a successful Mexican-American businessman in Texas, in 1998 hailed the emerging Hispanic middle-class professionals who look like Anglos, but whose "values remain quite different from an Anglo’s." To be sure, as Harvard University political scientist Jorge I. Domínguez has pointed out, Mexican Americans are more favorably disposed toward democracy than are Mexicans. Nonetheless, "ferocious differences" exist between U.S. and Mexican cultural values, as Jorge Castañeda (who later served as Mexico’s foreign minister) observed in 1995.

Castañeda cited differences in social and economic equality, the unpredictability of events, concepts of time epitomized in the mañana syndrome, the ability to achieve results quickly, and attitudes toward history, expressed in the "cliché that Mexicans are obsessed with history, Americans with the future." Sosa identifies several Hispanic traits (very different from Anglo-Protestant ones) that "hold us Latinos back" : mistrust of people outside the family ; lack of initiative, self-reliance, and ambition ; little use for education ; and acceptance of poverty as a virtue necessary for entrance into heaven.

Author Robert Kaplan quotes Alex Villa, a third-generation Mexican American in Tucson, Arizona, as saying that he knows almost no one in the Mexican community of South Tucson who believes in "education and hard work" as the way to material prosperity and is thus willing to "buy into America." Profound cultural differences clearly separate Mexicans and Americans, and the high level of immigration from Mexico sustains and reinforces the prevalence of Mexican values among Mexican Americans.

Continuation of this large immigration (without improved assimilation) could divide the United States into a country of two languages and two cultures. A few stable, prosperous democracies-such as Canada and Belgium -fit this pattern. The differences in culture within these countries, however, do not approximate those between the United States and Mexico, and even in these countries language differences persist. Not many Anglo-Canadians are equally fluent in English and French, and the Canadian government has had to impose penalties to get its top civil servants to achieve dual fluency. Much the same lack of dual competence is true of Walloons and Flemings in Belgium.

The transformation of the United States into a country like these would not necessarily be the end of the world ; it would, however, be the end of the America we have known for more than three centuries. Americans should not let that change happen unless they are convinced that this new nation would be a better one. Such a transformation would not only revolutionize the United States, but it would also have serious consequences for Hispanics, who will be in the United States but not of it. Sosa ends his book, The Americano Dream, with encouragement for aspiring Hispanic entrepreneurs. "The Americano dream ?" he asks. "It exists, it is realistic, and it is there for all of us to share." Sosa is wrong. There is no Americano dream. There is only the American dream created by an Anglo-Protestant society. Mexican Americans will share in that dream and in that society only if they dream in English.

* Samuel P. Huntington is chairman of the Harvard Academy for International and Area Studies and cofounder of FOREIGN POLICY.

Copyright © 2004 by Samuel P. Huntington.
From the forthcoming book Who Are We by Samuel P. Huntington
to be published by Simon & Schuster, Inc. N.Y. Printed by permission.

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